Traducción: Mariana Cerdeira y Yuri Martins Fontes [revisión de la traducción: Pedro Rocha Curado]
Traducido de O que é filosofia (San Pablo: Brasiliense, 1981 – colección Primeiros Passos, n. 37); ensayo publicado originalmente en Almanaque, n. 4, Ed. Brasiliense, 1977.
No necesitamos buscar en la infinidad de conceptos de “filosofía” –tal vez sea uno distinto por cada autor de cierta influencia, y frente a la imprecisión de las formulaciones se suman incluso posiciones contradictorias– no necesitamos buscar ahí la falta de certeza e imprecisión que reinan, sobre todo en nuestros días, en lo que concierne al objeto de la especulación filosófica. Mucho más ilustrativa es la consulta a los textos filosóficos o a cualquier exposición o análisis del desarrollo histórico del asunto. Así, de todo se trata o se ha tratado en la “filosofía”, y hasta los mismos asuntos, o aparentemente los mismos, se consideran en perspectivas separadas unas de otras, de tal modo que no se combinan ni articulan entre sí, volviéndose imposible contrastarlas. Para algunos, esa situación es no solo normal, sino plenamente justificable. La filosofía sería eso mismo: una especulación infinita y desagregada alrededor de cualquier asunto o cuestión, según el gusto de cada autor, sus preferencias y humores. Existirá también quien afirme que no cabe a la filosofía “resolver”, y sí únicamente sugerir cuestiones y proponer problemas, hacer preguntas cuyas respuestas no tengan un mayor interés, con el único fin de estimular la reflexión y la curiosidad. Hasta se afirmó que la filosofía no era más que una “gimnasia” del pensamiento, entendiendo por eso el simple ejercicio y adiestramiento de una función –en este caso, del pensamiento en vez de músculos– sin otra finalidad que esa.
A pesar de que gran parte de la especulación filosófica, particularmente en nuestros días, parece confirmar tal punto de vista, este seguramente no es verdadero. Existe, sin dudas, un terreno común donde la filosofía, o aquello que se ha entendido como tal, se confunde con la literatura (en el buen sentido, entiéndase bien) y no objetiva realmente conclusión alguna, destinándose solamente, como toda literatura, al entretenimiento que proporciona, a llevar a los lectores u oyentes –a partir de esos centros condensadores de la conciencia colectiva que son los profesionales del pensamiento– impresiones y estados de espíritu, emociones y estímulos, dudas e indagaciones. Pero ese terreno que la filosofía, o por lo menos aquello que se ha entendido como “filosofía”, comparte con la literatura, no es toda la filosofía, ni siquiera su parte principal o más importante. Y ni siquiera, por lo menos a mi modo de ver, aún con todo el interés que pueda representar, constituye propiamente “filosofía”, y debería antes confundirse, en la clasificación y hasta mismo en la designación, con la literatura misma con la que ya presenta tantas afinidades.
Pero aunque la filosofía literaria conserve su status y calificación, es necesario que a la par de ella y con ella se desarrolle también una filosofía de otro tipo que dé respuesta, en la medida de lo posible y de forma precisa, a las cuestiones que efectivamente en ella se proponen. La filosofía puede en rigor ser tratada literariamente, como pueden serlo la ciencia y el conocimiento en general. Pero que eso sea la forma, no el fondo. Ese fondo es otra cosa que, a pesar de todo, se percibe en todo filósofo verdadero, por más que se disfrace en un pensamiento confuso, disperso, sin un objetivo aparente ni seguro. Que se percibe sobre todo en la filosofía en conjunto como manera específica de tratar los asuntos de los que se ocupa, por más variados y dispares que sean. Con toda su heterogeneidad, confusión y hermetismo de muchos de sus textos desparramados en un lenguaje accesible únicamente a iniciados –o mejor, más que accesibles de hecho, que ellos creen que son accesibles–, con todo eso, la filosofía encuentra resonancia que, si no fuera otro el motivo, ya por sí bastaría para comprobar que en ella se acogen cuestiones que tienen mucho que ver con los intereses y aspiraciones humanas que deben, por eso, atenderse, y no frustrarse por la ausencia o el desconocimiento de un objetivo o rumbo seguro de parte de quienes se ocupan del asunto.
Pero, ¿dónde encontrar ese “objeto” último y profundo de la especulación filosófica hacia el que converge y donde se concentra la variada problemática de la que la filosofía se ocupa a través de los siglos y en todos los lugares?; ¿y de qué trata? Es muy importante determinarlo, porque eso ahorraría esfuerzos que tan frecuentemente se pierden en indagaciones inútiles o mal elaboradas; y que, concentrados en la dirección de un objetivo legítimo y claramente definido, reunirían un máximo de probabilidades de alcanzar ese objetivo, o por lo menos de aproximarse a él. ¿Existirá, ese objeto central y legítimo de toda la especulación filosófica, un denominador común que, aunque disfrazado y mal explicitado, oriente más o menos inconscientemente aquella especulación? Creo que sí, y su determinación constituye una tarea necesaria y preliminar de la indagación filosófica; y, ciertamente, aunque no llegue luego a una precisión rigurosa (si es que fuera posible), será por cierto de resultados altamente fecundos.
El punto de partida de esa determinación debe ser, para que nada se pierda en la objetividad, la consideración y el examen del propio contenido y desarrollo de aquello que se entiende por investigación filosófica y del conocimiento en general. Muchas veces, la filosofía se considera como un complemento de la ciencia y de la elaboración cognitiva en general; como su coronamiento y síntesis. Ese concepto de la filosofía se encuentra, además, más o menos expresamente formulado en gran parte de las definiciones y explicaciones que se ofrecen sobre ella, aun cuando se trata de los modelos más alejados y hasta antagónicos. Hasta el siglo XVIII y quizás el siguiente, la filosofía todavía se confundía con la ciencia; y de las filosofías particulares (como por ejemplo la “filosofía química”, que no es más que nuestra química sencillamente) se pasaba imperceptiblemente a asuntos generales que se encuadrarían mejor en aquello que hoy entenderíamos más específicamente como filosofía.
No hay duda de que la filosofía es conocimiento, y que se ocupa de cierta forma de los mismos objetos que las ciencias en general. Pero todo está en esa restricción “de cierta forma”. Esto porque la filosofía no es y no puede ser, luego veremos por qué, simplemente una prolongación de la ciencia, una “superciencia” que se sobrepone a ella y la complementa. No hay lugar para esa simple prolongación. O mejor, cualquier prolongación legítima de la ciencia es y siempre será, todo lo indica, ciencia, y no otra cosa. Eso se puede concluir del hecho de que el desarrollo de la ciencia, cuando se excluyen indebidas extrapolaciones, se realiza siempre en un sentido único que es el de una creciente generalización. Y no hay ningún punto fijo en el pasado, o previsible en el futuro, ni frontera difusa en aquel proceso, más allá de que ya no cabría hablar propiamente de ciencia. La historia de la ciencia nos muestra que su marcha y progreso van uniformemente en el sentido de la elaboración de conceptos, o mejor dicho, en el sentido de una conceptualización cada vez más abstracta y general. Esto es, de sistemas conceptuales más inclusivos, que por eso mismo cobran y representan conjuntos más amplios de la realidad universal, no en el sentido de simplemente más extensos, cuantitativamente mayores, sino más complejos y abarcadores, con rasgos más diferenciados. (…)
¿Dónde está, pues, el hiato o la transformación cualitativa suficientemente acentuada para justificar, en ese proceso de desarrollo y profundización del conocimiento, la eventualidad de la fijación de límites más allá de los que ya no se trata más de “ciencia” y sí de otra disciplina? ¿O ese otro orden de conocimiento que cabría a la filosofía? Esa indagación sin respuesta posible lleva a la conclusión de que la filosofía no es y no puede ser la simple prolongación del conocimiento científico, o nada más que un punto de vista más general y amplio de los mismos objetivos de los que se ocupa la ciencia, pero esencialmente de igual naturaleza. Esto es simplemente ciencia, y no hay necesidad de incluirlo en otro orden de conocimientos más allá de la ciencia. La filosofía será otra cosa, o entonces no tiene razón de existir. Aquello que se ocuparía de ser una simple prolongación o generalización del conocimiento científico, no merece otro nombre que simplemente “ciencia”.
En otras palabras y más resumidamente, es por el objeto, por la materia o asunto del que se ocupa, que la filosofía se ha de distinguir para tener existencia propia y legitimarse. No sería simplemente por la manera, por el método específico de tratar del mismo objeto de las ciencias, como se justificaría un orden distinto de conocimientos que cabrían entonces a la filosofía. Si el objeto de la filosofía es el mismo que el de las ciencias, a saber: los hechos y rasgos del universo en general, no habría necesidad de que la filosofía y la propia ciencia se ocupen de la tarea.
(…)
Es así, por su objeto y solamente por él, que la filosofía se ha de distinguir de la ciencia y con ello, legitimarse como disciplina aparte. Pero si a la ciencia le cabe, como objeto, la realidad universal, esto es, el universo y su conjunto de hechos, rasgos, circunstancias que envuelven y también comprenden al hombre, ¿qué quedará por fuera para eventualmente constituir el objeto propio de la filosofía? Nótese que estamos aquí empleando la expresión “ciencia”, pero deberíamos decir con más propiedad “conocimiento”. Esto porque la ciencia no es otra cosa que el conocimiento sistematizado, advertida e intencionalmente elaborado, que no se distingue sino por esa sistematización a nivel elevado y elaboración intencional del conocimiento común y vulgar, aquel del que todo ser humano es titular, por más rudimentario que sea su nivel de cultura. El conocimiento es esencialmente de una sola naturaleza, y por más elemental y burdo que sea, tiene fundamentalmente el mismo carácter del más complejo y refinado conocimiento científico. No hay, incluso, ninguna frontera marcada o que se pueda marcar en esa complejidad, ni siquiera una separación posible, pues el conocimiento científico de hoy, mañana será vulgar.
Siendo así, nuestras consideraciones se aplican no solo al conocimiento científico, sino al conocimiento en general, ocupe este el plano jerárquico o el nivel de importancia que ocupe. Y reformulando en esta base nuestra cuestión, diríamos: ¿cuál es el posible objeto del conocimiento que no sea objeto del conocimiento? Pregunta aparentemente sin sentido dentro de los cánones lógico-lingüísticos ordinarios, pero que se resuelve simplemente, y veremos que históricamente también, en el hecho que, además del conocimiento de los objetos ordinarios del conocimiento –los rasgos y hechos del universo en el que existimos y del que participamos– puede haber, y efectivamente hay, reflexivamente, un conocimiento del propio conocimiento.
Realmente es lo que se verifica en el desarrollo histórico del pensamiento humano cuando el progreso del conocimiento alcanza cierto nivel. Esto es, un retorno reflexivo de la elaboración cognitiva sobre sí misma, donde el propio conocimiento pasa a hacerse objeto del conocer. Este hecho es suficientemente marcado como para dar lugar a un orden de pensamientos muy caracterizados y distintos al conocimiento ordinario. Y aunque los pensadores y elaboradores del conocimiento no se hayan, desde luego, dado cuenta plenamente de la diferenciación y división interior de los objetos de los que se ocupaban (de lo que además resultarían malentendidos y confusiones de largas consecuencias), su obra no dejará de reflejar la duplicidad del asunto tratado y el nuevo rumbo que tomaba el pensamiento y la elaboración del conocimiento; esto es, a la par del conocimiento, el conocimiento del conocimiento. Cronológicamente coincide, en el Mundo Antiguo (y no habrá sido por cierto una simple coincidencia), con la eclosión de aquello que sería entendido como la “filosofía”.
Veremos esto con suficiente claridad para un primer abordaje del asunto, así pienso, en una breve recapitulación, a grandes trazos, de las principales líneas y momentos culminantes y decisivos del pensamiento y elaboración del conocimiento en las sociedades que más contribuyeron, hasta nuestros días, en la evolución en conjunto y conformación de la cultura moderna; y que viene a ser aquella que, surgida en el seno de las civilizaciones del Mediterráneo oriental, se difundiría por Europa occidental y de allí a todo el mundo.
¿Pero, en qué consiste o puede consistir ese conocimiento del conocimiento cuya génesis y vicisitudes sufridas en el curso de su evolución tratamos de examinar? O, en otras palabras, ¿qué viene a ser el conocimiento como “objeto del conocimiento”? En primer lugar, está claro, la naturaleza del conocimiento, su procesamiento. Dicho de otro modo: lo que viene a ser el hecho o acto de “conocer”; y el modo como se realiza este hecho, cuál es su secuencia –su génesis, su desarrollo y su desenlace; en qué devendrá. Esto es, cómo se presenta y configura en su conclusión como cuerpo de conocimientos hacia lo cual el proceso se dirige y en qué se convierte. Son esas las cuestiones que se agrupan en la disciplina ordinariamente conocida como Teoría del Conocimiento, Epistemología o más genéricamente: Gnoseología. Son disciplinas que constituyen, según un consenso generalizado, capítulos de la filosofía. Hasta allí, por lo tanto, no habrá divergencias apreciables, que comiencen de allí en adelante. Están los que restringen la Filosofía a eso mismo, y hasta menos, como los logicalistas que hacen de la propia Teoría del Conocimiento –y luego de la Filosofía, que a eso se reduciría– un simple análisis lógico-crítico del lenguaje o simbolismo en que el conocimiento y la ciencia en particular se expresan. Esa concepción, sin embargo, se restringe a algunos círculos reducidos. Por el contrario, la teoría del conocimiento, en sí, ocupa oficialmente un lugar secundario y diríamos casi marginal de la filosofía que, a juzgar por los asuntos tratados en ella, o por lo menos bajo su responsabilidad, tiene voz en cualquier terreno, duplicando de cierta forma con eso el papel de la ciencia cuyo objeto no se distinguiría esencialmente del suyo.
Filosofía y ciencia, aunque distintas en cuanto a la perspectiva en que respectivamente se colocan, y al método, o mejor, “estilo” que adoptan, se ocuparían una y otra de la misma realidad universal. Ya recordamos anteriormente, esa universalidad de la filosofía, así como una confusión reinante en su punto de partida entre los respectivos objetos del conocimiento (que sería en particular la ciencia) y el conocimiento del conocimiento, o la filosofía. Una confusión que se prolongará bajo muchos aspectos, aunque atenuándose progresivamente, hasta la actualidad.
Notamos también que en principio y frente a los hechos del desarrollo histórico de la ciencia, esa pretensión de la filosofía de ocuparse de asuntos del alcance de la ciencia no se justifica. En este punto los logicalistas, que parten de esa cuestión para su programa de limitación del campo de la filosofía, tienen toda la razón. Cuando la filosofía se ocupa de los objetos de la ciencia, a saber, de los rasgos y hechos del universo, sus conclusiones son siempre desmentidas en un plazo más o menos dilatado, pero siempre fatal. Como se desprende claramente de la historia de la ciencia, y sobre todo de la física moderna, la filosofía, o mejor dicho, los filósofos, en lo que se refiere a su actuación en el campo científico, no han hecho más que consagrar viejas y pasadas concepciones, disfrazándolas de principios absolutos con pretensiones de validez eterna. Y bajo ese disfraz, las rudimentarias nociones físicas de Aristóteles atravesaron los siglos; y más tarde la mecánica newtoniana fue erigida en “verdad” final y absoluta. Así ha sido porque, tratando con objetos que no son suyos, y por lo tanto, sin condiciones para hacerlo, la filosofía no podía resultar en otra cosa, como de hecho pasó, que vestir hipótesis científicas de trajes filosóficos, haciendo de ellos “principios” dentro de los que aquellas hipótesis se “pudren”, como en la sugestiva expresión de P. Frank1.
La Filosofía, aunque supere ampliamente lo que habitualmente se trata en la teoría del conocimiento, se conserva dentro y en el ámbito del conocimiento como objeto. Esto es, mientras la ciencia y el conocimiento en general, en el que la ciencia constituye el sector organizado y sistematizado, tienen por objeto los rasgos y hechos del universo que competen al hombre y del que él participa, el objeto de la filosofía es precisamente ese “conocimiento” de tales rasgos y acontecimientos. Y así, el conocimiento de ese conocimiento. Y eso no solamente por ser para la filosofía la perspectiva propia a considerar y el examen de las cuestiones que en ella legítimamente se proponen. Sino también, y sobre todo, porque ese ha sido su campo de acción, incluso cuando, por una falsa perspectiva e involuntaria confusión, haya aparentado alejarse de ella.
La Filosofía siempre se ocupó, de hecho, del conocimiento en sí y todas sus implicaciones, aunque frecuentemente juzgue, o mejor dicho, juzguen sus autores, los filósofos, estar tratando de otro objeto. Y es por esta confusión que resultan los malos entendidos que vician la especulación filosófica y la vuelven, en gran parte y en alto grado, imprecisa y ambigua, infectada por debates estériles y cuestiones inútiles e irresolubles. Lo que además, hace perder de vista, o propone de forma defectuosa algunas de las cuestiones esenciales de la filosofía. Bien como perturba la elaboración científica, como tan frecuentemente ha sucedido, como tendremos ocasión de referir, y fue ya mencionado en el caso de la Filosofía de Aristóteles y de la Mecánica de Newton.
Veamos cómo ocurre eso. Intentaré aquí aclarar y explicar la confusión básica que corrompe la generalidad de la especulación filosófica, luego mostraré de qué forma ella efectivamente se puede verificar en el curso del desarrollo histórico de la filosofía. El conocimiento, como objeto de conocimiento, se propone en secuencia al conocimiento de la realidad universal exterior el pensamiento elaborador2. Ese conocimiento de la realidad se presenta en la conceptualización que, elaborada en la base de la experiencia del individuo pensante, refleja, o mejor, representa en la esfera mental de ese individuo pensante los rasgos y acontecimientos de la realidad.
De ese primer momento o nivel de actividad cognitiva (esto es, la elaboración de la conceptualización representativa de la realidad), el instrumento de esa actividad, que es el pensamiento elaborador del conocimiento, se vuelve sobre sí mismo y toma reflexivamente por objeto aquel mismo contenido conceptual o conocimiento elaborado por él. Se trata de una posición crítica que pretende, por un lado, asegurar de un modo general la validez, y ponderar el valor y alcance del Conocimiento adquirido y del que se está por adquirir; y, por otro lado, busca y se propone dar al conocimiento una expresión conveniente (en especial y fundamentalmente por el lenguaje discursivo) y ordenar y sistematizar la conceptualización que compone el conocimiento. Todo ello para, en el contexto general del proceso cognitivo, alcanzar su fin primordial (que es el del “conocer” como función y componente esencial de la naturaleza humana); el fin primordial de determinar y orientar debidamente el comportamiento del hombre.
No entraremos aquí en el pormenor de esos puntos para no particularizar la exposición ni perder de vista el conjunto y lo esencial del asunto que directamente aquí nos interesa, y que es la duplicidad de los niveles en los que opera el pensamiento elaborador del conocimiento, y lo que esa duplicidad significa. Reiterando, tenemos de un lado, como punto de partida, el nivel del conocimiento directo e inmediato de los rasgos y hechos de la realidad que se trata de conocer, esto es, aquello que entendemos simplemente como “conocimiento” y ciencia en particular. Tenemos por otro lado, y a continuación, un nivel superpuesto al primero, en el que el pensamiento se ocupa no directamente de los rasgos y acontecimientos de la realidad, sino del conocimiento acerca de esos rasgos y acontecimientos. En el primer nivel, el pensamiento se aplica a la esfera objetiva y exterior al acto pensante3, en el otro, se aplicará a sí mismo, o mejor, a su contenido –y, nótese bien, propiamente cómo su contenido, ya desligado de la realidad que representa–, contenido de conocimiento o conceptualización representativa de la esfera objetiva, y elaborada en el curso de su actividad en el primer nivel.
Sin embargo, aplicándose a su contenido de conocimiento y conceptualización, o sea, a la esfera subjetiva, el pensamiento necesariamente se referirá, aunque indirectamente, a los objetos de aquel conocimiento –que son, repetimos, los rasgos y acontecimientos de la realidad que le son exteriores. Esto es obvio, pues el pensamiento o el conocimiento no existen en estado “puro” y vacío de representación conceptual de los hechos y acontecimientos del universo. No existen tampoco, aquellas “facultades” potenciales del individuo pensante y conocedor, al margen de esa representación que les concede la sustancia de la que se constituyen.
Esa situación es, por su propia naturaleza, fuente de confusión entre las dos esferas, la subjetiva y la objetiva. Y deriva de allí la impresión y la ilusión que tan fuertemente se anclaría en la filosofía, y que consiste en tratar a un objeto pensando que se trata de otro. O mejor, simplemente ignorar la distinción y oscilar dubitativamente entre uno y otro; ocuparse del conocimiento y conceptualización que lo compone, como si se tratase de los rasgos y acontecimientos de la realidad exterior al pensamiento representados conceptualmente por aquel conocimiento. Un caso evidente de esto, al que me refiero como ilustración, aclara bien esta confusión, es el concepto “materia”, que se constituye a través de los siglos en uno de los principales divisores del pensamiento filosófico; y al respecto del que las partes que se oponen incesantemente no pueden siquiera fijar con claridad lo que se debate. Lo que convierte al debate, muchas veces, en infinitos monólogos que se desarrollan paralelamente unos a otros y sin correspondencia entre sí. Cada uno trata respectivamente temas que no coinciden, aunque se presuma que hay una coincidencia.
El mutuo desentendimiento en ese caso tiene sus raíces en la concepción de “materia” desde distintos ángulos, en los que se mezclan varias proporciones. Según los filósofos, de un lado la perspectiva de algo exterior y la expresión “materia” designaría (sustancia corpórea o sensible, componente primario y original del universo, sustrato de todas las cosas.), de otro lado el concepto propiamente de “materia” –como se da cuando se trata de contrastar el concepto “materia” con otros conceptos, como por ejemplo “espíritu”, “idea”, “forma”; o entonces cuando el concepto de materia se integra en un sistema conceptual, como sucede con la noción aristotélica de “potencialidad para recibir forma”.(…) Naturalmente, los filósofos juzgan siempre, o parecen juzgar al referirse a “materia”, porque tratan de objetos exteriores al pensamiento e incluidos en la realidad y rasgos del universo. Pero lo que efectivamente están haciendo –en el caso de la materia como en otros conceptos de igual naturaleza ambigua– es proyectar su pensamiento y concepción en el mundo exterior, y tratar así, como incluido en ese mundo exterior, lo que realmente constituye un hecho de su pensamiento, un concepto.
La confusión entre esfera subjetiva y objetiva resulta en la proyección de la primera en la segunda; la proyección de la conceptualización, en el mundo exterior al pensamiento. Hecho que tiene un papel esencial en todo el desarrollo histórico del pensamiento humano. También, se puede decir que lo común de las concepciones generales acerca de la realidad (eso tanto en el nivel de la filosofía y la ciencia, como en el de las concepciones vulgares) se encuentra fuertemente influenciado por esa verdadera inversión idealista por la que se recrea en el exterior del pensamiento, un mundo hecho a la imagen de ese pensamiento. Esto es, modelado y configurado según patrones conceptuales. Engels, el primero que yo sepa en señalar esa inversión idealista, así lo describe: “Primero se elabora, a partir del objeto, el concepto de ese objeto; después se invierte todo, y se mide el objeto por su copia, el concepto”4.
De aquellos patrones conceptuales con los que se modela la realidad, lo principal es, naturalmente, el del lenguaje discursivo, en el que y a través del que la conceptualización, la mayor parte de las veces, se formaliza y expresa5. Esa es la principal razón por la que encontramos nuestra concepción común y ordinaria del universo fundamentalmente conformada por estructuras verbales. Y es a través de formas verbales que el realismo ingenuo (que espontáneamente, y en la base de nuestra educación y formación ordinaria, es de todos nosotros) observa el universo y lo interpreta; y es en base a ellas que se disponen los rasgos y hechos de la realidad universal. Y de allí deriva, entre otras, la noción de un mundo constituido de “cosas” y “entidades” bien discriminadas y separadas entre sí; cosas y entidades de cuyas “cualidades” y comportamiento resultan los hechos, rasgos y circunstancias en general del universo. Mal se disfrazan en esa concepción ingenua e integrada tanto en el pensamiento filosófico profesional, como en el ordinario y vulgar, mal se disfraza ahí el modelo que lo inspira, a saber, la estructura gramatical del sujeto y predicado, y sus elementos constitutivos esenciales: sustantivo, adjetivo y verbo.
(…)
Esa manera de proceder, esto es, de invertir el orden del proceso del conocimiento que, originándose en la realidad exterior al pensamiento elaborador, regresa y se proyecta al final, sobre esa misma realidad y la modela según sus patrones, ese procedimiento tiene en la filosofía raíces tan fuertes que las encontramos mismo en aquellos sectores que más diligencialmente intentaron liberarse de los preconceptos y distorsiones de la filosofía clásica, que viene a ser además la Metafísica aristotélica que consagró filosóficamente y proyectó por los siglos y hasta nuestros días, como veremos más adelante, la confusión de las esferas subjetiva y objetiva del pensamiento y conocimiento.
Así los logicalistas que fundamentalmente buscaban deshacer aquellas distorsiones a través del correcto uso del lenguaje simbólico “perfectamente” construido (y son esas correcciones y perfecciones las que sobre todo buscan en sus trabajos) acaban concibiendo y construyendo con todas las piezas ese mundo idealmente modelado para que se describa adecuadamente por aquel lenguaje “perfecto” que ellos pretenden. La apertura del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgestein (el evangelio, se puede decir, del logicalismo) nos muestra ese mundo ideal, en un encadenamiento de proposiciones como normas de un texto legal –según el estilo tan característico del autor– cuya inspiración en modelos y patrones puramente gramaticales es patente e inconfundible.
(…)
Como se ha notado, e intentaremos comprobar ahora con los hechos históricos, la filosofía tiene sus orígenes y punto de partida en el momento en que el pensamiento investigador del hombre se vuelve reflexivamente sobre sí mismo y su contenido de conocimientos ya elaborados y conceptualizados o en vías de elaboración, a fin de contrastarlos, comprenden el proceso de su elaboración, le concede validez y orientación adecuada para la utilización práctica a la que se destinan. Y para realizar eso, es necesario organizarlos y concatenarlos debidamente en su expresión verbal. Se traslada entonces, el pensamiento investigador hacia otro nivel. Esto es, de la consideración de los rasgos y hechos de la realidad exterior, bien como de la actividad elaboradora del conocimiento de esta realidad, se pasa a la consideración de este mismo conocimiento en sí, y el proceso de su elaboración. Eso, aun así, no se percibirá plenamente, desde luego, dando lugar a la confusión de las esferas subjetivas (objeto de la filosofía) y objetiva (objeto de la ciencia). Y con esto se barajan los distintos niveles de elaboración del conocimiento.
Observemos esa secuencia de hechos históricos y las primeras manifestaciones del malentendido y la confusión que corrompen de ahí en adelante el pensamiento filosófico desde el comienzo de la filosofía griega. En ese preludio de lo que sería la matriz principal de todo pensamiento occidental a través de los siglos, se comprueba muy bien aquella transición de la elaboración cognitiva hacia un nuevo nivel que será el de la filosofía que entonces se inaugura.
Ese momento se ubica en el período de los llamados “físicos de Mileto”, y se va a revelar sobre todo en la naturaleza del problema central propuesto por los precursores de la filosofía griega, que será su punto de partida. A saber, el problema de la “sustancia” universal que daría origen a todas las cosas y las habría constituido. Tales dirá, como se sabe, que es el agua. Anaxímenes, el aire; Anaximandro, una sustancia indefinida, el apeiron.
(…)
De hecho, los pensadores se ocupan del asunto y su objetivo es esencialmente una cuestión gnosiológica que constituirá el fondo de todo debate, y es tema central de la filosofía griega en general. Ya en otra oportunidad intenté desarrollar este asunto6 que consiste resumidamente en el siguiente. Se trata resumida y esquemáticamente de explicar cómo en este mundo tan variado y en permanente movimiento y transformación; donde los rasgos naturales se presentan a los sentidos no solamente bajo tal multiplicidad de aspectos a punto de nunca asemejarse entre sí; como también porque se modifican sin cesar; se trata así de explicar cómo es posible en este mundo tan variado y variable, multiforme y en flujo y transformaciones permanentes, cómo es posible un verdadero y legítimo conocimiento que implica uniformidad y permanencia, condiciones indispensables para la caracterización e identificación de los objetos de aquel conocimiento. Todo conocimiento comienza necesariamente por esa caracterización e identificación de los objetos que se trata de conocer, lo que solamente es concebible en su estabilidad y uniformidad.
Los milesios responderán a esa cuestión, que es como se ve, fundamentalmente gnoseológica –se trata en lo esencial de establecer y fijar las condiciones del conocimiento–, responderán con su sustancia material o asemejada que llenará para ellos la función de representar el sustrato permanente y estable del universo que hace posible el conocimiento. Con eso, los milesios demostraban la ingenuidad de sus concepciones, aun relacionadas enteramente a un nivel rudimentario y burdo de conocimiento no liberado del empirismo de sus comienzos y confundido por eso con los datos directos e inmediatos de los sentidos, con los que el hombre entra en primer y originario contacto con la realidad exterior.
Una nueva generación de pensadores más maduros, que sigue esos precursores y se inaugura en la segunda mitad del siglo VI A.C., intentará darle una respuesta más profunda a la cuestión. Aunque se mezcle aun en grandes proporciones con las burdas concepciones derivadas de los milesios, concepciones que solamente desaparecerán en la obra de Platón. La multiplicidad e inestabilidad de los rasgos naturales será por ellos atribuida a la ilusión engañadora de los sentidos. Por detrás de esa ilusión, dirán ellos, se abriga la verdadera realidad, donde se encuentran la uniformidad y permanencia que se trata de aprender y que proporcionarán el legítimo conocimiento. La identidad de ese principio ideal (o por lo menos semi-ideal, como es el caso de los más antiguos pensadores de esa fase), principio unificador de la naturaleza, variará según los filósofos: serán los números, para Pitágoras, el SER para Parménides; el Logos para Heráclito; el Nous para Anaxágoras.
Pero sea cual sea la naturaleza atribuida al principio unificador, mal se disfraza y se confunde siempre con el pensamiento, en última instancia. Y la solución para el problema de la uniformidad en la multiplicidad, y de la permanencia en el flujo de las cosas y rasgos del universo se transferirá al plano del pensamiento del hombre, exhibiéndose con ello la naturaleza de lo que sería la filosofía y su objeto, que no consistía, como podría parecer a simple vista, y en las concepciones burdas de los milesios podía incluso iludir, no consistía en los rasgos de la naturaleza. El objeto del que se ocupan los pensadores que merecerán, y con acierto, la calificación de “filósofos” (pues de otra forma serían, como realmente los hubo, simplemente hombres de ciencia), ese objeto era el pensamiento y el producto de la elaboración de ese pensamiento que viene a ser el conocimiento.
Eso es patente sobre todo, y por eso lo destacamos aquí, en aquella concepción que es la que más se proyectaría en el futuro desarrollo de la filosofía, y durante siglos constituiría, podemos decir, su tema central. Me refiero al SER de Parménides, que finalmente, y a pesar de la tempestad verborrágica que la metafísica desencadenaría alrededor del asunto7, no es sino expresión general y formal de la operación mental con que se califican e identifican los rasgos de la naturaleza, y con eso se caracterizan, determinan, y fijan. El SER es originalmente la cópula (verbo) con la que formalmente se expresa la calificación y se designa la identificación (el árbol es un vegetal, el hombre es racional, esto con lo que escribo es una lapicera). No puede haber duda de que Parménides presintió con su concepción, aunque confusamente, pero con más claridad que cualquiera de sus contemporáneos, que la cuestión central propuesta por los milesios se situaba efectivamente en el plano conceptual. Que se trataba, para emplear un lenguaje aunque anacrónico, de un problema de la “teoría del conocimiento”. El presentimiento de Parménides –que además quedará en eso, degenerando en su esdrújula y burda imagen de una “esfera inmóvil, sin principio y sin fin– encontrará su intérprete en Platón (siguiendo a los sofistas y sobre todo a Sócrates).
No vamos aquí a entrar en el examen de la filosofía platónica. Ella se resume en lo esencial, se puede decir, en la observación de Raphael Demos: “La filosofía de Platón se resume en la vida de la razón”8. No importa que Platón haya hipostasiado la razón, haciendo de ella un mundo suprasensible aparte: el mundo de las ideas que hace contrapeso y contrasta con el mundo sensible; que constituye el prototipo del cual ese mundo sensible no es sino imperfecta reproducción. Este mundo de las ideas no es sino el pensamiento, la función pensante y la actividad racional del hombre. Y es de este pensamiento disfrazado, sublimado, y sustancializado del que el filósofo se ocupa. Y se ocupa en un examen que, pulimentado del lirismo en que este poeta que fue Platón lo envuelve, revela efectivamente, y con precisión y seguridad, algunos de los aspectos esenciales de la actividad del pensamiento en la estructuración del conocimiento. En particular, el proceso mental de la identificación y la cualificación fundamental y punto de partida de toda actividad racional en la elaboración y expresión del conocimiento, encuentra en Platón un analista seguro. Fue la comprensión de ese proceso lo que permitió a Platón abrir las perspectivas para formular la lógica formal que, ya delineada y potencialmente contenida en la obra del filósofo, se desarrollará con su discípulo y sucesor, Aristóteles, que le dará una forma final y acabada.
Si hubiese alguna duda, en los filósofos que antecedieron a Platón y le prepararon el camino acerca de la naturaleza y del objeto de la filosofía en su fase preliminar y punto de partida de lo que sería el pensamiento griego, esta duda se deshace enteramente en la consideración y examen de la obra platónica que consistió en continuar y prolongar la línea de desarrollo de aquel pensamiento, intentando, y con gran éxito, dar respuesta a las preguntas en él propuestas. Platón se ocupa de continuar con los pensadores que lo precedieron, y lo que constituye el objeto esencial y fundamental de su obra, la contribución máxima para la cultura, son el pensamiento y el conocimiento tal como lo conceptualizamos nosotros en la actualidad. Su punto de partida y su primera cuestión, es la misma de toda la filosofía griega desde su nacimiento con los milesios y centrada, como vimos, en el problema de la unidad y permanencia en la diversidad y flujo con que la naturaleza se presenta a los sentidos, “unidad y permanencia” que ya se fija (en el consenso general, o por lo menos decisivamente dominante) en el SER de Parménides, que no viene a ser sino –eso también se consagra – el universal, idéntico y permanente, en contraste con el particular dado a la percepción sensible y diversa y en transformación constante. Universal que se revela y representa en la idea, en el concepto.
Platón parte de ahí. Lo que traduce a nuestro lenguaje ordinario y corriente, las ideas del platonismo no son otra cosa que aquello que entendemos por conocimiento.
Platón exterioriza sus ideas y les concede una existencia extra-humana. Pero si las vemos más de cerca y bajo la óptica de nuestras concepciones actuales (que las alimentan y son su base, no olvidemos la larga experiencia, aprendizaje y progreso cultural y científico milenario de los que somos herederos), tales ideas son apenas y simplemente nuestras “ideas” vulgares; conceptos cuyo conjunto constituye el conocimiento. El análisis que Platón hace de las ideas, intentando determinar su naturaleza y estructuración, la disposición relativa en las que ellas se articulan en conjunto y se mezclan entre sí, su origen y relación unas con las otras –y ahí Platón presenta uno de los capítulos más fecundos de su obra, cuando en el Sofista, considera la “clasificación”, esto es, la operación mental de clasificar–, todo eso significa en realidad el análisis del conocimiento y de la sistemática conceptual en que los conocimientos se presentan. Es de este conocimiento, por lo tanto, que Platón, y más que él, la propia filosofía, para cuya base y constitución el platonismo tanto contribuyó. La Filosofía como conocimiento del conocimiento se revela ahí claramente.
Puede afirmarse que Platón, aunque haya envuelto sus concepciones en un manto de misticismo y fantasía literaria que lamentablemente las ofusca y muchas veces tuerce su sentido profundo, así como disfraza lo que debería ser su contribución más fecunda a la debida proposición de las verdaderas cuestiones de la filosofía, puede señalarse que Platón tuvo la intuición y marcó, con la máxima claridad de un precursor, la distinción entre conocimiento y conocimiento del conocimiento; entre ciencia y filosofía. Existía el germen de una noción en los filósofos antecesores, particularmente en Parménides, que separaba el conocimiento de la simple opinión. Platón, que emplea además las mismas designaciones, acentúa el objeto de aquellas dos esferas. La primera objetivaría las “imágenes” (datos sensibles); la otra, las “ideas”, constituyendo esta otra la “cresta del saber”9.
En la actualidad, no nos resulta difícil identificar, detrás de esa distinción, aquella que efectivamente ocurre entre lo que designamos como “ciencia” y “filosofía”: la primera se ocupa de los datos experimentales que se toman directamente de los rasgos y hechos de la realidad; y la filosofía, con las ideas (diríamos mejor “conceptos” o representaciones mentales de aquella realidad exterior llevada por la experiencia). Platón invierte nuestro orden de precedencia, procesamiento y estructura del conocimiento: para él, las “imágenes” o datos de la experiencia son reflejos o copias aproximadas e imperfectas de las “ideas”; mientras que para nosotros, esto es, a la luz de las concepciones científicas de nuestros días (si bien aún sobran idealistas que piensan diferente, y aunque no siempre con mucha conciencia de ello, se acercan más a Platón), son las “ideas” que constituyen la reproducción, o mejor, “representación” de la realidad.
La distinción entre conocimiento y conocimiento del conocimiento está allí. Y si los sucesores de Platón hubieran insistido en este punto, logrando al mismo tiempo quitarle al platonismo el velo místico que lo envuelve, sin despreciar esa distinción, otra hubiera sido, tal vez, la marcha de la filosofía. Pero las cosas no estaban maduras como para que sucediera eso, o pasaría gradualmente, mucho más tarde, en la base del progreso científico, como veremos más adelante. Y, por el contrario, quien librará al platonismo, ciertamente, de sus complicaciones místicas y poéticas, será al mismo tiempo quien más contribuirá a borrar la distinción hecha entre ciencia y filosofía. O mejor dicho, entre los objetos de una y otra esfera del saber. Ese será Aristóteles, que introducirá, o por lo menos cuya obra servirá para fundamentar, la gran confusión y el mal entendido que contaminará de ahí en adelante, y a través de los siglos, el pensamiento filosófico y el científico también. Y que aún hoy encuentran fuerte resonancia y reflejos poderosos.
Aristóteles elimina la distinción que establece Platón entre los objetos de la ciencia y de la filosofía. Para acabar con esta confusión, podemos emplear nuestra terminología moderna para reemplazar la de Platón, para quien solo la filosofía o la dialéctica (la de Platón) constituía “conocimiento”. Y trayendo las ideas platónicas de la esfera suprasensible en la que se encontraban, a las cosas del mundo sensible, confunde así el objeto del conocimiento con el conocimiento como objeto. De hecho, Platón separara las “ideas” de las cosas sensibles, que solo serían copias deformadas de la “verdadera” realidad de aquellas cosas. Tal como los círculos que trazamos o que encontramos en la realidad sensible (como por ejemplo los círculos concéntricos que se producen en una superficie de agua tranquila por el impacto de una piedra al caer), esos círculos serían una reproducción aproximada, pero imperfecta del círculo real que concibe la matemática.
Aristóteles integra aquellas “ideas” en las propias “cosas” de la realidad sensible. Para él, lo que Platón designa como “ideas” no son más que diferentes maneras con las que concebimos las cosas, y con eso Aristóteles descarta con gran acierto el misticismo platónico. Pero esas maneras de concebir las cosas, es decir, las “categorías” del entendimiento (sustancia, calidad, cantidad, relación, lugar, tiempo, situación, manera de ser, acción sufrida) constituyen para Aristóteles maneras de ser de las propias cosas. Esto es, ellas son todo eso: sustancia, calidad, cantidad, etc. Y no apenas se conciben y denominan como tal10.
En suma, y expresándonos en un lenguaje más actualizado, los conceptos y la conceptualización con los que representamos la realidad exterior al pensamiento, Aristóteles los incluye en esa misma realidad. Es lo que denominamos previamente como “inversión idealista”, que consiste en proyectar las operaciones y los hechos mentales en la realidad extra-mental y exterior al pensamiento e integrarlos a ella. El pensamiento elabora las representaciones mentales (ideas o conceptos) a partir de la realidad exterior (que son los rasgos y hechos de la naturaleza con los que el individuo pensante se enfrenta). La inversión idealista consiste en llevar esas ideas o conceptos, que evidentemente no son aquellos rasgos y hechos sino que son su representación en el pensamiento, conducirlos de regreso a los mismos rasgos y hechos, considerándolos como incluidos en ellas. Recordamos previamente, como ejemplo de la inversión idealista, que aún hoy es factor de no poca confusión el caso del concepto “materia”, que de concepto se vuelve o antes es hecho, en constituyente de las cosas que componen el universo. Y volveremos sobre este asunto más adelante.
Esto es lo que Aristóteles hace, y es lo que influirá profundamente no solo en la filosofía subsiguiente, sino en los hábitos ordinarios de pensar y la manera de ver y de interpretar las cosas generalmente arraigadas en toda la cultura occidental, en cuya conformación Aristóteles tanto contribuyó directa o indirectamente. Comprometerá también la marcha de la elaboración científica, que solo ganará impulso cuando se libere de la filosofía, o antes, de la metafísica en la que la filosofía se involucrará.
Veamos cómo Aristóteles desarrolla su pensamiento, las conclusiones a las que llega y las consecuencias a las que esas conclusiones lo llevan. Platón, su maestro, concentrará la “uniformidad y permanencia” –condición del conocimiento para los griegos, como referimos– en el mundo de las ideas fijas y estables, y por eso distinto y separado del variado mundo de la percepción sensible, mundo inestable y en permanente movimiento y transformación. Platón así procederá, según el testimonio del proprio Aristóteles en un texto al que ya nos referimos previamente, porque “si existe la ciencia y el conocimiento de algo, deben existir otras realidades más allá de las naturalezas sensibles; realidades estables, pues no hay ciencia de aquello que está en perpetuo flujo”. Esas “otras realidades estables” más allá del mundo sensible, serían las “ideas”.
Pero Aristóteles, que tiene los pies más firmes en la tierra que el soñador y poeta que es su maestro, reconoce que el conocimiento necesita una base estable en la que apoyarse y fundarse. Para Aristóteles son precisamente esas otras realidades, al alcance de la percepción sensible, las que se trata de desvendar, conocer y comprender. Es ese mundo de los sentidos, variado y aparentemente tan inestable que rodea al hombre y el lugar donde vive, la “naturaleza sensible”, como Aristóteles la denomina, y que las ideas platónicas marginan, es eso lo que importa. Y para el conocimiento de la naturaleza sensible, “las ideas no son de ninguna ayuda”11. No será aislando la fuente de conocimiento de la naturaleza sensible y aislándola en un mundo separado de las ideas, como hace Platón, no es así como se alcanzará aquella naturaleza sensible, que es lo que interesa, según Aristóteles, y que él pretende conocer. “Es gracias a los principios y con los principios”, afirma Aristóteles, “como se conoce el resto”12. Y en el esquema platónico, los “principios” quedarían naturalmente restringidos al mundo apartado y estanco de las realidades estables, las ideas, que ellos encarnan y expresan.
Se debe reemplazar el esquema platónico, abrir el camino para comunicar el sector estable de la realidad, donde se encuentran el conocimiento y los principios que Platón aparta y aisla con la naturaleza sensible que se intenta conocer. Es lo que hará Aristóteles, estableciendo la comunicación por vía de la “deducción” del particular (que es lo dado en la percepción sensible) a partir del universal que sustituye de cierta forma la Idea platónica, y que es el verdadero SER y su conocimiento. Deducción cuyo procesamiento y método (que será su gran realización), Aristóteles va a buscar en el examen del discurso, el lenguaje discursivo, informándose para eso, en especial, en los modelos dialécticos (debates orales) de sus antecesores en la materia, los Sofistas; y sobre todo en los diálogos de su maestro Platón. Es en un examen así, como Aristóteles logrará destacar y revelar los elementos o “formas” esenciales de la estructura básica del lenguaje discursivo. Es decir, la manera o la forma como se dispone e interconecta en sus términos la expresión verbal capaz de, por su coherencia, demostrar, con seguridad, opiniones o tesis defendidas; y convencer con eso al interlocutor. Circunstancias que se admitían a priori como pruebas irrefutables del acierto –la “verdad– de las conclusiones.
Es con eso, reducidas las normas precisas, que Aristóteles constituirá su lógica, que tiene como núcleo central, como se sabe, el silogismo. Precisamente el instrumento que Aristóteles necesitaba para realizar su anhelada “deducción” del particular a partir del universal. Esto es, la interacción y secuencia verbal coherente (no contradictoria), de una a la otra, de las expresiones verbales de aquellos dos términos de la operación deductiva, respectivamente el universal y el particular.
En base y gracias a la manipulación de su lógica, Aristóteles intentará la sistematización de los conocimientos de su tiempo e interacción deductiva de la expresión verbal de ellos. Tarea que muy poco tiene de “científica” propiamente dicha, en el sentido de que hoy se da a la ciencia y su elaboración, sin tener en cuenta los parcos datos empíricos existentes en la época y al alcance de Aristóteles en lo que, además, él se muestra muy bien informado. Y constituye de hecho el intento y el ensayo –que era además lo que Aristóteles pretendía, aunque sin mucho discernimiento de lo que realizaba–, ensayo de modelo de interacción deductiva de aquellos datos empíricos dentro de la sistemática conceptual, y su expresión verbal, implícitas en los conocimientos de su tiempo y que él supo, en líneas generales, revelar.
En suma, lo que Aristóteles de hecho realiza es la organización e integración (en la medida de lo posible, bien entendido, y que no podría ser, como no fue, muy amplia y rigurosa) de la conceptualización de su tiempo relativa a los objetos tratados en lo que hoy serían la física, la astronomía, la biología, etc., en sistemas lógico-formales. Esto es, expresados en forma verbal coherente, de modo que se pudieran deducir lógicamente (dentro de los cánones lógicos) los datos empíricos disponibles.
Cabe señalar, al inicio –y esto es importante para lo que nos interesa aquí centralmente– que al proceder así, Aristóteles se ocupará no solo de los hechos propiamente dichos y de los datos empíricos que la percepción sensible proporciona; sino de la manera de asociar esos datos –sería su “deducción– a una conceptualización preexistente o por lo menos presumida; o mejor, dada a priori. Y dentro de ella encuadrarlos. De manera de justificarlos lógicamente a través de un encuadre y de una integración en una sistemática conceptual pre-formada. “Racionalización” diríamos hoy.
La atención de Aristóteles en esta tarea se volverá, como luego se ve, hacia aquella sistemática conceptual y su estructura, intentando alcanzarla por la aplicación de su método. El resultado principal no será propiamente una contribución científica, en la acepción corriente de nuestros días –algo que la obra de Aristóteles, como ya se notó, no ofrece–, sino un ejemplo de modelo de aplicación de la lógica al considerar los datos sensibles de la observación empírica, buscando algo como una interpretación “lógica” del comportamiento de la naturaleza, tal como se presenta en aquellos datos.
En conclusión, el interés de Aristóteles y de la contribución que ofrece, al final, se fijan esencialmente no en los hechos que señala, sino en su conocimiento, en el conocimiento en sí. El objeto, que es un asunto del que Aristóteles se ocupa en sus trabajos sobre los hechos de la naturaleza –físicos, geológicos, astronómicos, biológicos, etc.–, no es directa y esencialmente los hechos, sino la manera como esos hechos se conciben, o deben ser concebidos; los conceptos en que se encuadran; y cómo esos conceptos se conectan unos con otros, se estructuran lógicamente y se expresan formalmente en el discurso.
Aristóteles no estará elaborando conocimientos o exponiendo sus procedimientos en el proceso de elaboración, lo que consistiría en componer una nueva conceptualización, o remodelar la existente en base a datos originales o que antes no se consideraron correctamente y que se trataría de determinar e incluir en la conceptualización existente, dándose cuenta de ellos. No es eso la obra de Aristóteles, que antes estará como que ofreciendo e ilustrando un modelo lógico. Ocupándose, pues, no del conocimiento propiamente, sino del conocimiento del conocimiento. Y se haga de Aristóteles el juicio que sea, ya sin hablar de su lógica, lo significativo de la obra que dejó y de tamaño papel que desempeñó en la evolución del pensamiento humano, así como aquello que se puede considerar en su obra como su “filosofía”, eso no será elaboración científica, ni otra cosa sino un tal conocimiento del conocimiento.
Es esto la obra de Aristóteles, una obra que complementó y concluyó un ciclo decisivo del pensamiento humano, que es la tarea emprendida por los pensadores que lo precedieron en el mismo rumbo, desde los pioneros de la filosofía griega, hasta los Sofistas, Sócrates y Platón que contribuyeron sucesiva y progresivamente con el ascenso del pensamiento y conocimiento, del empirismo rudimentario y vulgar que constituyó la primera y más primitiva etapa de la evolución mental del individuo pensante y conocedor que es el hombre, al racionalismo propiamente que surge en la cultura humana. Del conocimiento limitado a la simple constatación empírica y registro de hechos directamente accesibles a la percepción sensible, y de su representación imaginaria según modelos sensibles de fácil e inmediata identificación (como los arcos de una rueda con los que Anaximandro aún explicaba los “fuegos celestes”; o la propia sustancia del universo modelada con materiales comunes), pasan los pensadores griegos a un plano abstracto, y van a ocuparse reflexivamente del propio pensamiento en sí, y de la sistematización del conocimiento; intentando realizar en su conjunto, lo que la lógica designaría más tarde como “coherencia”.
A saber, la interacción disciplinada y no contradictoria de la conceptualización y su expresión verbal. Es decir, la adecuada estructuración conceptual y de sus formas expresivas, en contraste con el simple registro empírico y disperso de las representaciones sensibles inmediatas que caracteriza la fase anterior. La obra de Aristóteles ofrecerá así, a la par de su lógica y método de pensamiento que implica, el primer esbozo y modelo, aunque de modo grosero, para una racionalización general del conocimiento. En suma, el conocimiento se vuelve un sistema general abstracto y de conjunto, y por eso mismo, de más fácil acceso, evocación, comunicación eficiente y utilización en la acción, lo que constituye al final el objetivo de la función humana del conocimiento.
Nótese que no sería eso, y ciertamente no podría ser, lo que Aristóteles deliberadamente objetivaba. Aquello que juzgaba cuidar y de lo que pretendían ocuparse en sus tratados naturales era el conocimiento de la realidad de la percepción, de estos seres sensibles que, por su diversidad e inestabilidad –nada más que imperfectas copias de los verdaderos seres que serían las ideas–, su maestro Platón dejara de lado, afirmando que es imposible su legítimo conocimiento, y que son objetos únicamente de opinión. Aristóteles, en oposición a su maestro, creía llegar a ese conocimiento, como vimos, por la deducción que reveló su método, su lógica, y precisamente para ese fin. Pero para justificar la legitimidad de su deducción, había que relacionar el ser, el concepto dado en lo universal, y que Platón aisló en sus ideas, relacionarlo con la realidad sensible expresada en lo particular. ¿Cómo realizarlo?
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En la Metafísica, Aristóteles transfiere su lógica, y con ella el método deductivo que implica –lógica y método que de hecho no son sino sistemas derivados de formas lingüísticas– a los hechos de la realidad concreta, al mundo de las “cosas sensibles”, designación con que el propio Aristóteles algunas veces se refiere a las “realidades de la percepción” que trata de conocer por la aplicación del método. Simple “transferencia” de hecho porque a nada más que a eso corresponde esta concepción aristotélica, centro neurálgico de la metafísica, que viene a ser la de la generación de las “cosas sensibles” (que al final no son sino el “particular”, en contraste con el “universal”) por la “realización” de la forma –aquello que hace a la cosa ser lo que es– en la materia, sustancia indeterminada de las cosas sensibles, pero que reúne en cada caso las condiciones específicas necesarias para que la forma determinada pueda concretarse en ella o generar; que tenga la “potencialidad” para eso, que sea la “cosa en potencia” en la terminología aristotélica. Para usar una ilustración, entre otras del propio Aristóteles: tal como sucede con el “leño” en relación con el “cofre” que se confecciona con él, el leño sería la materia en potencia con la que la forma “cofre” se realiza, es generada13.
Además, la forma, que es esencia o “aquello que hace que la cosa sea lo que es”, se reduce en la terminología aristotélica a la idea, al universal14. Y así, tal como en la lógica aristotélica el particular se “deduce” del universal, también la cosa sensible, que es lo “particular”, se “genera” por la realización de la forma potencial contenida en la materia; forma esa que viene a ser el “universal”. Los dos casos se emparejan: de un lado la operación lógica con la que se alcanza el conocimiento de las cosas sensibles –lo que las cosas son–; del otro, el hecho concreto en el que se generan las cosas. Ambos se confunden; vienen al final a concluir en lo mismo.
Y se consuma con eso la inversión idealista aristotélica, la confusión de las esferas subjetiva y objetiva que se proyectará por los siglos afuera y aún impregna hasta hoy el pensamiento filosófico, y con él la manera común de pensar, y en muchos casos hasta mismo la científica, o lo que se pretende o presume como científica. La confusión de las “cosas” (que es la designación tradicional y consagrada de la metafísica, y además corriente en todos los sectores, para indicar los rasgos del universo, y así fragmentarlo, en otra instancia de la inversión idealista, a imagen de la expresión verbal) la confusión de las “cosas” con la manera como se conocen. Y la confusión consecuente de lo conocido con el conocimiento; de la esfera exterior al pensar y objeto de él, con ese propio pensar.
Prácticamente consiste –en la tarea de interpretación de la realidad y la elaboración del conocimiento y la construcción de la ciencia– en la confusión del conocimiento con el conocimiento del conocimiento, en la confusa mezcla de sus respectivos objetos.
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La literatura filosófica –con extensiones traicioneras inclusive en el campo de la ciencia– está ahí para exhibir el infinito debate sin perspectivas, y las paradojas sin cuenta ni salida a la que llevaron y llevan aún hoy confusiones como esas de las esferas subjetiva y objetiva. La confusión de la realidad concreta con el pensamiento de esa realidad, lo que resulta en la confusión del conocimiento con el conocimiento del conocimiento.
En ese sentido, y de cierto modo, podríamos decir –posiblemente con alguna dosis de anacronismo– que la obra de Aristóteles constituyó un paso atrás en las realizaciones de sus antecesores. Estos, aunque sin mucha claridad ni precisión –al contrario, es necesario reconocer–, y de forma burda al tratar el asunto, habían al menos vislumbrado la distinción entre las esferas mental y experimental. Parménides, por ejemplo, como ya señalé, se ocupa de aquello que respectivamente designa como “verdad” (que diría respecto a la esfera mental) y opinión, que constituiría lo que hoy designamos como conocimiento propiamente (en contraste con el conocimiento del conocimiento) o ciencia empírica, esto es, dirigida directa e inmediatamente a la realidad exterior del pensamiento. En Platón, esta separación es aún más radical, y de tal modo extrema que las ideas platónicas obtienen su sustancia en un mundo suprasensible bien diferenciado del sensible que constituiría la realidad de nuestra experiencia concreta ordinaria.
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Los efectos dañinos de la confusión de las dos esferas tienen ahí una flagrante confirmación, pues lo que se discute en el asunto, en última instancia, es precisamente el grado de “participación”, digamos así, de los conceptos en una u otra esfera. La simple delimitación de ellas elimina la cuestión. En vez de eso, y mientras los filósofos se ahogan en sutilezas que, casi todas las veces, no pasan de ser un puro juego de palabras, la cuestión que se puede afirmar básica de la filosofía, que es la de la caracterización y procesamiento de la conceptualización, premisa esencial de la teoría del conocimiento, y por lo tanto, de toda problemática de la filosofía en general, se oscurece y se pierde enteramente en un laberinto sin salida y debate sin solución en los términos en que la cuestión se propone.
La confusión de las esferas subjetiva y objetiva del conocimiento, que deriva de la metafísica aristotélica no corrompe solamente a la filosofía, sino también, y hasta nuestros días impacta en importantes sectores de elaboración científica; y incluso en concepciones corrientes y hábitos usuales de pensamiento. En efecto, el hecho de sobreponer el pensamiento y sus sistemas y formas de la realidad que le es exterior, e incluir en esta realidad los cuadros conceptuales en los que el pensamiento y el conocimiento se organizan y estructuran (y es en eso que va a resultar la confusión aristotélica); y derivando por consiguiente la elaboración del conocimiento de aquellos cuadros, estas circunstancias resultan forzosamente en la tendencia, que más arriba referimos, a la petrificación y estancamiento del conocimiento.
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En cuanto a los hechos reales, a los rasgos y circunstancias que componen la realidad concreta exterior al pensamiento conocedor y elaborador del conocimiento, eso que constituye en la perspectiva moderna pos-metafísica el legítimo objeto del conocimiento se subestima, y eso si no se desconsidera por completo, o entonces se manipula convenientemente para acomodarlo a los esquemas conceptuales consagrados.
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No es necesario insistir que es esto lo que se observa en el mundo occidental, se acentúa con la escolástica y la consagración de la metafísica aristotélica que iría de ahí en adelante a inspirar y orientar soberanamente el pensamiento de la época. Veremos ahí, a la par de un intenso trabajo de elaboración lógica (o antes de refinamiento y bizantinización de la lógica aristotélica) una desenfrenada especulación abstracta orientada por aquella lógica, y que en el terreno de la elaboración científica considera los hechos reales en un segundo y muy sombrío plano. Por eso, la ciencia marcará un paso, y solamente ganará un fuerte impulso cuando en los tiempos modernos comience gradualmente a desprenderse de la filosofía –o antes de la metafísica y de los esquemas lógicos estereotipados y especulaciones sin fin a los que ella se reducirá15. Y la elaboración del conocimiento, en alguno de sus sectores por lo menos, se orientará directamente a su verdadero objeto: los hechos naturales exteriores del pensamiento elaborador16, y no los hechos mentales, que representan conceptualmente aquellos hechos naturales.
Y de esta manera se abren las perspectivas para separar el pensamiento en dos esferas que la metafísica había confundido: por un lado el proceso mental con el que se elabora el conocimiento propiamente, a saber, la representación mental de los rasgos de la realidad exterior al pensamiento elaborador. Del otro, la consideración de esa misma representación mental elaborada por el pensamiento y en él presente como conceptualización constitutiva del conocimiento; de la ciencia en particular.
Para esa discriminación de los objetos de la actividad pensante –discriminación que delimitará las esferas objetiva y subjetiva, esto es, separará los campos respectivos del conocimiento, por un lado, y del conocimiento del conocimiento, por el otro, esto que constituye o debe constituir lo propio de la filosofía –para esta discriminación, es importante notarlo, contribuye, sobre todo, la experimentación. Realmente en la experimentación las dos esferas se proponen, separadamente y bien discriminadas una de la otra. A diferencia de la simple observación pasiva y contemplativa, el pensador y elaborador del conocimiento en la experimentación interviene activamente para disponer de manera conveniente y en perspectiva adecuada el objeto de su consideración y examen, para hacer que se reproduzca en ese objeto el hecho que se trata de comprender y representar mentalmente. Interviene en él y participa de él con su acción. Acción pensada, y en el otro extremo de la acción reflejada, y con el pensamiento alertado no solamente buscando el objetivo inmediato de dirigir la acción, sino también el de integrarse en el conocimiento preexistente, de modo que se vuelve conocimiento nuevo. Acción pensada en función del objeto considerado –en el curso de la que se desarrolla el proceso de elaboración cognitiva, y en el que esa elaboración se realiza en la base del doble y conjugado impulso del pensamiento, que conduce a la acción y la amolda al objeto y la reproduce–, y de la acción inspira y estimula el pensamiento y lo une al objeto.
Es este el proceso cognitivo (proceso natural y espontáneo, pero que se vuelve cada vez más consciente y deliberado por el curso de la experimentación científica y el adiestramiento que esta proporciona), es esto lo que se revelará siempre más acentuadamente en los procedimientos de elaboración científica moderna. Procedimientos que por su propia naturaleza y dinámica, en contraste con la especulación abstracta y la simple observación pasiva, ponen en confrontación directa, y a lo largo de todas sus operaciones, al sujeto con el objeto bien discriminados uno del otro. Esto se acentúa más cuando –debido a las circunstancias históricas generales notorias que no se repetirán aquí– se proponen crecientemente como objetivo para “conocer” no apenas el simple deleite intelectual o valor intrínseco y en sí de la actividad intelectual y del saber, como sucedía con los filósofos griegos; o, como en los siglos que los separan del mundo moderno, el objetivo fijado en lo sobrenatural y en el conocimiento de la divinidad y de su comportamiento con relación a la humanidad. Pero sí se propone el “conocer”, en la expresión famosa de Descartes, como adquisición de una “práctica por la que conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, de los astros, de los cielos, y de todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diferentes saberes de nuestros artesanos, pudiésemos aplicarlos de la misma forma a todos los usos para los que son propios, y volviéndolos así como señores y poseedores del universo17.
Este dominio del hombre sobre la realidad que Descartes preconizaba, y de hecho se realizaba a un ritmo acelerado con el progreso de la ciencia moderna; ese “generar” de las cosas sensibles sin ser por la “forma” potencialmente preexistente e incluida en ellas, en los términos de la metafísica; sino forjadas en el conocimiento constructor por el propio hombre, que dirige su acción, y no se desvela por la “deducción”. Esto permite desde luego discriminar los objetos del conocimiento y abrir claras perspectivas para el conocimiento del conocimiento, para el objeto de la filosofía disfrazado en la confusión metafísica del ser y del conocer.
Así será efectivamente, y el objeto mismo de la filosofía comienza a definirse. Es que el problema del conocimiento, el cómo conocer, premisa de la filosofía, se propone de forma patente con el progreso de la ciencia y las perspectivas que ese progreso abre. Se trataba de una transformación radical de los métodos de elaboración cognitiva. Galileo y sus sucesores, que arrojan objetos desde las alturas hacia el suelo, y hacen rodar esferas sobre los planos inclinados, contrastan nítidamente sus métodos con la anterior y habitual especulación inspirada en la metafísica aristotélica. Se encontraban abiertamente en juego los procedimientos adecuados para la elaboración del conocimiento. Y era preciso no solamente determinar esos procedimientos, sino ofrecer su justificación y reeducarse en la conducción de los nuevos métodos. Más aún porque estos métodos iban a chocarse, en última instancia, con los prejuicios profundamente implantados en concepciones tradicionales que contenían el poderoso sello de las convicciones religiosas. Las necesidades del momento condujeron a los hombres de pensamiento a detenerse atentamente en los problemas del conocimiento. Esta situación, más allá de las estériles manipulaciones verbales a las que se reduciría la lógica formal clásica, ya prácticamente no llamaban la atención de nadie.
De esta manera, se abría una nueva fase para la filosofía, forzándola a volverse hacia sus objetos propios y concentrarse en ellos. Estos objetos se afirman y se harán patentes. Toda la filosofía moderna nos trae el testimonio de esto, desde Bacon y Descartes hasta el criticismo kantiano. Aquello que ocupará desde el siglo XVI (nótese la precisa coincidencia con el gran estallido de la ciencia moderna) el centro de la atención filosófica, serán justamente las cuestiones relacionadas al conocimiento y su elaboración18. La filosofía encontraba así su camino como conocimiento del conocimiento.
La indagación central y neurálgica que se propone será esencialmente determinar la relación entre la mente humana (pensamiento, razón) y el mundo exterior de la experiencia sensible; y qué conocimiento de la realidad puede proporcionar esa relación. Lo que va a resultar en cómo y en qué medida contribuyen respectivamente para el conocimiento, y cómo para eso se combinan y asocian entre sí los dos factores cuya participación se podía observar en la práctica de la elaboración científica moderna. En una palabra, se trataba de determinar cómo se repartía y cómo se combinaba la participación respectiva, de un lado, de la experiencia sensible; de otro, del pensamiento propiamente e independientemente de cualquier otra contribución.
Es en estos términos fundamentalmente como se propone el problema del conocimiento, y surgen dos tendencias a las que se asocian las soluciones propuestas: sea de la valorización y el destaque de la actividad pensante y racional, con la relativa desconsideración, y hasta incluso, en los casos extremos, la eliminación de la realidad sensible y de los datos que provee; sea, en el sentido opuesto, la subestimación de la actividad pensante, relegada a un papel subsidiario e insignificante de la simple sensación.
Los dos polos de la filosofía moderna, el idealismo y el materialismo, aunque muchas veces recíprocamente se interpenetren, se superpongan uno a otro y se confundan, tienen sus raíces en esa oposición, más o menos marcada y radicalizada dependiendo de los pensadores, donde se ubica el problema del conocimiento. Y será, en última instancia, bajo la inspiración y a base de las posiciones que encaran el problema, como se van a constituir los sistemas filosóficos y las concepciones ontológicas.
(…)
A pesar de esto, se destacan algunas líneas discriminatorias bien marcadas. Los materialistas, o bien los más relacionados con la “sustancia material” como componente del universo, en oposición con la “sustancia ideal” de los idealistas, simplemente equiparan el conocimiento elaborado o por elaborar, o más precisamente la conceptualización y la forma verbal como esta conceptualización se expresa y presenta, la equiparan, en correspondencia biunívoca, a la realidad sensible. Cada cosa, entidad, cualidad, acción que compone el universo y que los sentidos perciben, tendrá su “idea” y expresión verbal propia que quedará registrada en el pensamiento. Se reduce así al mínimo, o se elimina del todo, el papel activo del pensamiento en la elaboración del conocimiento y la formación de los conceptos o “ideas” que se transforman, con el conocimiento que componen, en un simple reflejo mental más o menos pasivo de la realidad exterior.
Locke (a quien aquí destacamos solo como un pionero del materialismo moderno) y aproximadamente muchos materialistas19 que se encuentran en la misma línea, defiende las “ideas” de las que se constituye directamente el conocimiento de las sensaciones, que se marcan en la mente como “impresiones en la cera”. Así, no cabe más al pensamiento, con ese registro de las sensaciones que se transforman en ideas, que “combinar, comparar y analizar” estas mismas ideas. De este modo, el materialismo, por un lado presta el debido valor a la experiencia sensible como factor primario de la elaboración cognitiva, y por otro lado, tiende a cerrar las perspectivas para apreciar adecuadamente la función pensante y la naturaleza real del conocimiento.
Los idealistas van en sentido contrario. En lugar de exteriorizar el conocimiento, según el modelo del materialismo, transformándolo en algo que simplemente será copiado por los sentidos, como desvelado, que se descubre en la realidad donde ya se encuentra pre-formado20, los idealistas conducen al universo hacia la esfera subjetiva, y ahí buscan el conocimiento. Algunos idealistas, particularmente los grandes precursores de Kant y el propio Kant, disfrazan este proceso en la apariencia de una realidad exterior que, aunque incognoscible, así mismo existe y representa el papel discreto de estimulante del pensamiento: es la “cosa en sí”, el “noúmeno” kantiano. Como afirma Fichte sobre Kant, si esta pseudoexistencia es incognoscible, en realidad es que no existe. Y así, el idealismo tiende necesariamente a eliminar la realidad exterior del pensamiento, y a subestimar, a despreciar totalmente la experiencia sensible en la formación del conocimiento.
Sin embargo, sea cual fuere el tipo o matiz del idealismo, lo que sucede realmente, aquello de lo que los filósofos idealistas se ocupan –y es lo que centralmente nos interesa aquí– es del pensamiento y su producto, que es el conocimiento. Y así, aunque revista su examen y sus conclusiones de lenguaje ambiguo, algo que no siempre queda muy claro es el objeto al que se refiere el idealismo, que debidamente filtrado, ofrece algunas de las principales premisas para proponer el problema del conocimiento y la caracterización y definición del conocimiento del conocimiento. Es decir, el papel de la filosofía. Es esa en particular la contribución de Kant y Hegel.
El criticismo kantiano expone el papel activo y participante del pensamiento y la razón en la elaboración del conocimiento. Y deshace así la falsa perspectiva de los materialistas y de su concepción de un conocimiento como simple reflejo pasivo, a través de los sentidos, de la realidad exterior; y cuya elaboración consiste únicamente en el descubrimiento de “verdades” ya de antemano incluidas en la realidad.
En cuanto a Hegel, su dialéctica romperá por primera vez la tradición metafísica de conceptos fijos e invariables, tradición también incorporada por el materialismo vulgar, como además no podía dejar de ser dentro de las posiciones básicas de ese materialismo y su postulado implícito de una correspondencia biunívoca entre la conceptualización, los conceptos, o antes la expresión verbal de esos conceptos, y los rasgos y hechos de la realidad. La dialéctica hegeliana presentará, en contraste con aquella vieja y tradicional concepción metafísica, la verdadera naturaleza de la conceptualización, la mutua ligazón e interacción de los conceptos en sistemas de conjuntos a través de los que, y solamente así, adquieren contenido y sentido. En otras palabras, los conceptos nada significan ni representan por sí solos y aisladamente. El significado y la representación se concretan en las ligazones y en las interacciones de ellos entre sí. Esto es, en el sistema que forman en conjunto21.
Con esto, Hegel revela en su intimidad, la constitución y la estructura de la conceptualización del conocimiento.. Y comienza así una perspectiva para interpretar las operaciones del pensamiento y el proceso de elaboración del conocimiento y la formación de los conceptos. Hegel proporciona así la mayor contribución de todos los tiempos para elucidar el problema del conocimiento.
Aquí no pretendemos debatir a fondo sobre el pensamiento hegeliano, con su estilo tan complejo e imaginativo. Lo que aquí nos interesa es la descripción que se encuentra en esta obra, que consiste en suma y esencialmente, en la génesis y el desarrollo de la racionalidad del hombre a través del progreso del conocimiento. La descripción que Hegel hace de este progreso es fantasiosa, más o menos arbitraria en lo que señala sobre la realidad de los hechos, y acompaña muy mal el verdadero proceso histórico tal como efectivamente se realizó. Además de eso, como idealista que es, Hegel encarna el progreso del conocimiento y de la razón “en la marcha del espíritu”, desde su génesis en la Certeza Sensible hasta su plena eclosión en el Saber Absoluto. Marx escribe sobre esto:
La concepción histórica de Hegel supone un espíritu abstracto o absoluto que se desarrolla de tal manera que la humanidad no es sino una masa impregnada de él más o menos conscientemente. En el cuadro de la historia empírica, exotérica, Hegel hace operar una historia especulativa, esotérica. La historia de la humanidad, se vuelve la historia del espíritu abstracto de la humanidad, ajeno por consiguiente al hombre real.22
Sin embargo, si la descripción histórica de Hegel es arbitraria y fantástica, y la forma que le concede es esencialmente especulativa, el análisis que hace del pensamiento y del conocimiento, que se incluye en esa descripción, nos proporciona el marco y la estructura del proceso racional en el acto de aprensión y representación de la realidad exterior; acto en el que se genera el proceso y se constituye en razón conocedora (Conocimiento). Y es esto lo que Marx buscará en su maestro, es decir (según la observación de Engels), “el núcleo que encierra los verdaderos descubrimiento de Hegel, el método dialéctico en su forma simple, que es la única forma justa del desarrollo del pensamiento”23.
Como no es nuestro objetivo, aquí no nos detendremos en el pensamiento de Marx, que buscó en el método dialéctico de Hegel los hechos económicos, sociales y políticos que resultaron en la transformación histórica del mundo moderno, en la eclosión y estructuración del capitalismo industrial y en el delineamiento de las premisas del socialismo. Lo que nos interesa ahora, y es lo que se observará con toda claridad en la obra de Marx, consiste en el hecho de que, históricamente, es la consideración del conocimiento del hombre (que serían en la actualidad nuestras “ciencias humanas”, y naturalmente el tema marxista por excelencia), es ahí, así como en el método de elaboración de ese conocimiento, que se revela con precisión el conjunto y la generalidad del problema filosófico, esto es, la determinación en su totalidad, y la caracterización del conocimiento del conocimiento, que viene a ser el contenido y el objeto central y general de la filosofía, y donde ella encuentra, en toda su plenitud, el terreno que le resulta propio y específico en el complejo general del conocimiento. Tal como, desde sus orígenes en los primeros pasos del pensamiento griego, y como se observó de forma confusa, se propuso a la reflexión.
Los hechos sociales, que son los que se ubican, o se deben ubicar en el centro del objeto “real” del conocimiento del hombre, tienen esto de singular en oposición a otros hechos –físicos, biológicos, etc.–, que en ellos el hombre es simultáneamente agente y paciente, determinante y determinado; y lo que es más característico y específico, es que en la perspectiva del conocimiento el hombre es, al mismo tiempo que lo “conocido”, también el “conocedor”. Y conocido como conocedor, tanto como, vice-versa, conocedor como conocido. Considérese la situación. El individuo humano determina sus actos y dirige su comportamiento; y de ese comportamiento resultan al final los hechos sociales. El comportamiento constituye esos hechos. El hombre es así autor de los hechos, su motor y factor determinante. Pero por otro lado, también resulta de ellos: son esos mismos hechos sociales los que determinan al hombre, en el sentido que él es, antes que todo, un producto de la sociedad, y se comporta en función del medio social del que participa, en el que vive y que le modela la personalidad.
Estas relaciones sociales, las instituciones, en fin, todo lo que rodea al hombre y lo retiene en una densa y estrecha red de normas y modos de ser, de actuar, e incluso de pensar y hasta de sentir; todo aquello que constituye el marco en el que el hombre desarrolla su existencia y sus actividades, y que lo condicionan, todo es obra de él, del propio hombre. Pero es obra que el hombre realiza con el impulso y la orientación de su pensamiento y conocimiento –que al final constituyen su razón–, formados en ese marco de relaciones e instituciones sociales en el que él se educa y forma, en el que y por el que se modela su propia manera de ser. Y en el que hace propiamente el individuo humano, es decir, con sus características propias, tendencias, impulsos, aspiraciones y motivaciones en general.
Como se verifica, el proceso es en los dos sentidos, o mejor, gira en un circuito cerrado sobre sí mismo, permanentemente se confunde el punto de partida con el de llegada. Al hombre determinante, se superpone el hombre determinado, que parte en seguida a una nueva determinación de sí mismo. Los dos momentos de acción y comportamiento humano, es decir, de un lado, la manera de actuar del individuo humano; de otro, el factor determinante de esa manera de actuar; o, para emplear los rasgos comunes, efecto y causa del comportamiento humano se confunden en el mismo hombre, que es simultáneamente agente y paciente. Tante agente como paciente; y paciente como agente. Es así, de forma tan específica y original en el conjunto de los hechos en general, como se propone la cuestión relativa a los hechos humanos. Se pregunta entonces: ¿cómo encuadrar una situación como esta, de apariencia tan común dentro del marco del pensamiento científico? ¿Cómo conceptualizarla debidamente, y dar cuenta de los hechos sociales y humanos de manera teórica, de la misma forma que se practicaba con los hechos físicos, desde los precursores de la ciencia moderna en el siglo XVI? Y realizarlo, nótese bien, no solo con el objetivo de una realización erudita más al estilo pre-moderno, sino como una condición para el éxito, como sucede con los hechos físicos, para alcanzar también en el conocimiento del hombre el ideal cartesiano ya mencionado de una práctica que transforma a los hombres en “señores y dueños del universo”.
Para eso era necesario delimitar la dificultad, ausente en los demás sectores del conocimiento donde, al contrario de lo que sucede con los hechos humanos, el elaborador del conocimiento, que es el hombre, no se encuentra fuera de los acontecimientos que se intenta conocer; y desde fuera los observa e interpreta sin que con eso ellos modifiquen su curso. En el conocimiento del hombre, en la observación e interpretación de los hechos humanos, y sociales, todo el conocimiento elaborado se integra en esos mismos hechos, se vuelve hacia ellos y configurará una nueva realidad social y humana diferente a la anterior. Eso porque, insistimos, los hechos sociales no se desarrollan independientemente del pensamiento del hombre agente de su conocimiento. Se inspira en ese conocimiento y por él se orienta y dirige. El conocimiento de los hechos sociales participa e integra lo esencial de los mismos hechos.
En la manera de proponer el asunto y de situarse frente a él en la práctica de la elaboración del conocimiento –y así como veremos que se ubica Marx, y de ahí el alcance que señalamos de su obra–, en esa manera ya se encuentra implícita la solución de la cuestión. Así como la respuesta, al mismo tiempo, del problema filosófico esencial que tiene su principal origen, como se ha visto, en la mayor o menor confusión de las dos esferas del hombre pensante y conocedor, y que son las esferas subjetiva y objetiva. El pensar y el conocer, de un lado; lo pensado y lo conocido del otro. Tal confusión de las esferas subjetiva y objetiva no consiste simplemente en la superposición o indistinción de ambas. De esa indistinción deriva también la exclusión de una u otra. Cuando no se las distingue ni discrimina debidamente entre sí, determinándose sus relaciones recíprocas, se da la desconsideración de una de ellas, con la consecuente fijación en la otra. Es lo que siempre hicieron, y continúan haciendo, en campos opuestos, idealistas y materialistas vulgares, esto es, no dialécticos, acentuando cada uno, y respectivamente, o la esfera subjetiva o la objetiva, con la desconsideración de la otra.
Esto se verificará una vez más, y de manera flagrante –pero ahora se abrirá la perspectiva para deshacer definitivamente la confusión– se comprobará en el debate del problema del hombre y de su libertad, resuelto por la ciencia moderna. Será el conflicto entre la libertad de elección del individuo, el libre albedrío, de una parte; y de otra la premisa esencial de la ciencia, a saber, la sujeción del universo y de todos sus acontecimientos, inclusive en lo relativo al hombre, a las leyes, esto es, a la necesidad. Si se considera únicamente la esfera subjetiva, solo hay que afirmar la libertad del hombre en la determinación de sus actos y comportamiento; y por lo tanto, de los hechos sociales que en última instancia resultan de esos actos y comportamiento. La decisión, el impulso, el motor están en el hombre, no hay cómo negarlo. Es la subjetividad pues, lo que configura el comportamiento humano. El interior del hombre, impenetrable e indeterminado. O antes, su razón, su racionalidad. El hombre determinado, privado de su capacidad de elección, es precisamente aquel en el que se abolió la razón, aquella racionalidad que hace de él el verdadero hombre sinónimo de “ser racional”. El hombre privado de libertad y libre albedrío deja de ser el verdadero “hombre”.
Es sobre esa base y a la luz de esta concepción –lo que muestra su profundidad y la universalidad de su reconocimiento– que se construyeron todos los sistemas normativos de la conducta humana, desde las simples reglas de civilidad hasta la ética y el derecho. A saber, sobre la noción de responsabilidad que implica la libertad.
Deteniéndose allí, no hay forma de introducir el determinismo que la ciencia implica. Si nos fijamos e inmovilizamos en la subjetividad, no hay, no puede haber verdadera ciencia del hombre, en el sentido moderno de la palabra. Esto porque, si se considera que la razón humana es en sí irreductible y existe como un todo completo y acabado, sin antecedente ni pre-formación –y es así como se propone la razón para quien se fija en la subjetividad, y parte de ahí para la acción y el comportamiento humano sin considerar lo inverso de la acción y el comportamiento para la razón, sin considerar el origen, las raíces, el génesis y su constitución. Tomada así la razón, ella permanece fuera del determinismo, y no hay cómo incluirla legítimamente en él. “Determinismo” en el sentido de premisa de la ciencia; el determinismo de la necesidad.
Es por eso que la generalidad de los filósofos cuando buscan, como de hecho sucede, proponer el problema del hombre en términos científicos, esto es, integrarlo en la ciencia moderna, tienden a “saltar” por fuera de la subjetividad, hacia su opuesto, y consideran únicamente el hombre-objeto de la ciencia, el hombre determinado y no determinante. Determinado apenas extra-humanamente, como cualquier otro objeto físico. Consideran solo la esfera objetiva.
Hay posiciones intermedias en las que entran en consideración una y otra esfera. Pero siempre con mayor o menor sutileza, con “saltos” de una a otra esfera. Son intentos de conciliación de situaciones incompatibles (en los términos en los que la cuestión se propone). A saber, de un lado la libre elección y deliberación del ser racional cuya razón se cierne por encima de las contingencias extra racionales, y de ellas independe, no siendo pues, determinado en su voluntad por ellas. De otro lado, esas mismas contingencias, necesariamente incluidas en el postulado determinista, y que serían pues determinantes.
Marx sigue otro camino e inspirándose en la dialéctica hegeliana hace de ella su “método”, que aplicará en la interpretación de la historia, y en particular de los hechos que presencia y de los que participa; y que, como hombre de acción y revolucionario, pretende orientar, necesitando para ello no solamente fijarles el determinismo, sino con ello también las circunstancias que modela ese determinismo y que la acción política y revolucionaria es capaz de orientar. Es lo que le permitirá situar lo principal de la cuestión de forma diferente, de manera de articular y relacionar dialécticamente los términos del dilema.
Es decir, Marx no comienza por aislar, como hacen sus predecesores, el ser racional de su razón, el hombre pensante y conocedor; no lo aísla de las circunstancias extra-racionales en medio de las que y en función de las que el hombre es agente. En otras palabras, no absorbe y con eso anula al hombre agente en el hombre pensante y conocedor, dejando de lado las circunstancias exteriores en medio de las que el hombre es agente, como hacen los idealistas y los filósofos de la libertad humana, del libre albedrío. Ni tampoco, e inversamente, confunde al hombre pensante y conocedor, con el hombre agente, haciendo de aquel pensamiento y conocimiento un simple epifenómeno de una acción y comportamiento exteriormente determinados. Marx fija su atención –y este será su “método”– no en uno u otro término de forma separada, o en el pensamiento (razón) ni en la acción concreta. Sino que los considera en conjunto; o mejor: en el proceso en el que ambos se conjugan, unifican; y que constituye precisamente lo esencial de la historia –su movimiento. Proceso y movimiento de la historia que serán el pasaje, la transición de uno a otro momento del mismo proceso, la permanente transformación, en los dos sentidos, de uno y de otro. El pensamiento haciéndose acción, y la acción haciéndose pensamiento y conocimiento.
En otras palabras, es gracias al pensamiento y al conocimiento que lo constituye e inspira (pues no hay pensamiento “puro” y vacío de conocimiento, pensamiento y conocimiento finalmente se confunden), que el ser racional que es el hombre se determina libremente y delibera su acción. Pero ese pensamiento y conocimiento determinantes se forjan en las circunstancias de la vida y del medio físico y humano en el que el hombre, social por excelencia, actúa, desarrolla su acción y se transforma así en el ser racional que es. La acción se hace pensamiento y conocimiento, porque estos se estimulan y se transforman en acción; tal como el pensamiento y el conocimiento se hacen acción, porque son ellos los que la promueven e impulsan. Y el proceso continúa así, ininterrumpidamente, articulándose en el hombre pensante y conocedor, y el hombre agente. El hombre pensante y conocedor se transforma en hombre agente; e inversamente éste en aquel. Se trata ahí, nótese bien, no de una alternancia monótona que se repite siempre igual. Lejos de eso, y muy por el contrario, el proceso (que es tanto de la historia del individuo, en el devenir de su existencia individual, como de la colectividad en la que los individuos se comunican, y de la especie en la que ellos se suceden y continúan unos a otros) el proceso, decimos, se renueva permanentemente, en cada ciclo que es siempre diferente al anterior, más rico en acción, en experiencia realizada, en pensamiento desarrollado, en conocimiento agregado gracias a la acumulación de sucesivas adquisiciones. La posibilidad de acumular es propia del universo del hombre y es el factor que, precisamente, hace de él el ser racional que es. Y gracias a esa facultad de valerse de su pasado a fin de utilizarlo en el presente y proyectarlo en el futuro, con el agregado de las nuevas adquisiciones del presente, gracias a ese privilegio, el hombre ocupa una posición única, que es la que tiene en el universo. Que logra marchar hacia adelante, progresar, transformar y renovarse de una forma cuantitativa y cualitativa sin correlato en otras esferas de la naturaleza.
Esta es la perspectiva dialéctica del hombre, que permite considerarlo desde una mirada adecuada, y conceptualizar debidamente en términos científicos este aspecto o expresión del universo que es la humanidad, el hecho humano –o la razón, para emplear la terminología consagrada de la filosofía, que viene a ser lo mismo– y elaborar con eso el conocimiento del hombre.
En eso consistió la obra filosófica de Marx: lanzar las premisas de ese conocimiento con el método adecuado para elaborarlo. Y realizó esto no solo teóricamente –no habría sido posible realizarlo así; y es importante notarlo, como modelo y enseñanza, porque si otro fuera el caso, y Marx, con todo su genio y erudición, hubiera fracasado o avanzado muy poco, tal como se dio y se da aun, con muchos que intentaron y otros que continúan intentando, sin encontrar el camino correcto. Marx no fue únicamente un científico “puro”, o un filósofo al viejo estilo (y cuantos sobran todavía) que contempla desde lejos los hechos que pretende interpretar y conocer, sino que se involucró en los hechos, participó activamente, y por eso logró comprenderlos y volverlos “teoría”. Abordó la cuestión simultáneamente como un hombre de pensamiento y un hombre de acción. Como filósofo y hombre de ciencia, y como revolucionario. Hombre-pensante, conocedor y hombre agente. Y lo hizo con plena conciencia de la obra que realiza y del papel que desempeña. Lo registra expresamente cuando, en la XI y última las Tesis sobre Feuerbach, escribe: “Los filósofos no hicieron, hasta hoy, sino interpretar el mundo de diferentes maneras. Se trata ahora de transformarlo”.
Y fue lo que hizo: como filósofo, se propuso la tarea de impulsar la transformación socialista del mundo capitalista, que era la dirección hacia la que apuntaban los hechos que vivía. Hechos que supo progresivamente entender e interpretar con acierto, gracias a un pensamiento y conocimiento cuya agudeza venía en parte de su formación, en un medio del más alto contenido. Pero que en lo esencial y decisivo supo forjar en la marcha de la propia realización de la tarea a la que se dedicaba con su cabeza y corazón, lo que le permitió en esa amalgama de teoría y práctica, práctica y teoría, elaborar la “teoría” del proceso histórico en el que se incluyó, y pudo trazar las primeras y fundamentales líneas de la “práctica”, que llevaría a su complementación. Y dar con su acción los pasos preliminares de esa práctica.
Se refleja así, en miniatura, en la vida de Marx, en la que pensamiento y acción, acción y pensamiento se unen en un proceso y conjunto indisoluble y autoestimulante, se refleja ahí la premisa básica y el punto de partida del conocimiento del hombre: el hombre al mismo tiempo autor y actor de la historia; activista, y autor y determinante de ella; pero simultáneamente también su criatura. Nada representa más que un fruto legítimo del mundo capitalista del siglo XIX, en sus primeros pasos revolucionarios al socialismo, y es a su vez su derivado, que Marx y su obra. Y así, a la par que determinante, es determinado también. Marx realiza con eso un modelo en relieve y gran destaque de la posición del hombre al mismo tiempo autor y actor de la historia.
¿Será así? ¿O Marx será un caso particular, específico, inconfundible e incomparable con el resto de sus contemporáneos? Es cierto que el plano en el que se sitúan los individuos humanos, y el grado de participación de cada uno, por su pensamiento y acción, en la marcha de la historia, no son los mismos, y al contrario, difieren considerablemente. La mayoría se mantiene en el modesto plano de una vida privada que se encierra en estrechos horizontes familiares y ocupacionales modestos, y de relaciones sociales y actividades de orden público relativamente irrestrictas. Los individuos en esta situación tendrán, naturalmente, cada uno por sí, un papel muy reducido en la marcha de la historia. Pero no por eso dejan de proporcionar su contribución, porque es justamente de la totalidad de esas contribuciones individuales, en conjunto, como se hace la historia. Sin ella, la historia no existiría con los rasgos que fueron los suyos. Todos los individuos, aunque en proporciones muy distintas, traen su parte de pensamiento y acción que ese pensamiento determina. El resultado final, que será la historia de la colectividad, serán los hechos sociales de los que participan y componen en conjunto. Marx habrá sido solo un individuo entre muchos miles que, aunque haya actuado por cuenta propia y desde su punto de vista, ha contribuido con algo para obtener ese resultado final. La propia proyección de Marx y su obra depende de ese resultado.
En Marx naturalmente se alcanza un elevado y excepcional punto culminante. En él se reúnen y conjugan el filósofo de gran visión e inmensa erudición –un pensamiento y conocimiento, pues, de alto tenor–, y el político revolucionario que utiliza aquel pensamiento y conocimiento al servicio de la intensa actividad desarrollada en el escenario de los más amplios y decisivos hechos de su época: en el corazón de la historia de su tiempo, que es la lucha de las clases fundamentales generadas por el capitalismo –burguesía y proletariado– alrededor de la que se configura lo esencial de la historia del siglo XIX. Es esa excepcional y casi singular conjugación de un pensamiento poderoso y acción de radio inmenso que alcanza lo principal de la vida social de su tiempo, es eso que permitirá a Marx, en su papel de actor y autor de la historia –que desempeñará con plena conciencia de él (que tampoco sucede con la generalidad de los individuos)–, es eso que permitirá a Marx situarse en la posición de verdadero experimentador social, reproduciendo en el terreno de los hechos sociales algo análogo, mutatis mutantis, a los procesos experimentales en los que se elaboraron las ciencias físicas modernas.
Efectivamente Marx, debido a su observación y experiencia adquirida en el desarrollo de los hechos históricos de su tiempo, de los que participa intensamente, logra elaborar la “teoría” de esos hechos , es decir, determinar sus ligazones mutuas y el sistema de relaciones en el que, en conjunto, ellas se disponen; develando con eso la dinámica esencial que los anima e impulsa, o sea, la lucha del proletariado en sus diferentes formas, de la simple desinteligencia entre empleados y empleadores, a la huelga y la insurrección. Y aprehende las motivaciones de esa lucha: las reivindicaciones de los trabajadores asalariados como contrapartida de la acumulación del capital, generada por la plusvalía sustraída por quienes poseen el capital en el juego de las transacciones de compra y venta de la fuerza de trabajo. Aprehende el progresivo despertar en el trabajador de una conciencia de clase adquirida en la lucha en la que se inserta; conciencia que resultará en su expresión más alta cuando en ella se configura el fin último al que la lucha se dirige y que viene a ser la transformación del orden capitalista.
Marx tiene así los elementos necesarios para poder, como dirigente político, estimular la lucha, organizarla y orientarla, determinar sus formas preliminares y etapas sucesivas, y concederle el contenido ideológico necesario para que se dirija certeramente a sus fines propios. En esta acción práctica, y ante los efectos que produce, y los resultados por ella alcanzados, positivos o negativos, Marx enriquece su experiencia y, gracias a este enriquecimiento, rectifica, reajusta y precisa sus conclusiones teóricas y determina sus posiciones prácticas. La acción para Marx, como hombre de pensamiento, tiene un sentido no solo practicista –esto es, los efectos revolucionarios inmediatos que se anhelan–, sino también, conscientemente, el contenido de la experiencia que colabora en el fundamento, elaboración y desarrollo de la teoría.
Se reproducen así en la obra político-social de Marx, y en lo que se refiere a los hechos humanos y la realidad histórico-social, circunstancias que se pueden comparar y emparejar a las verificadas en la experimentación física. A saber, la intervención deliberada y planeada del observador y elaborador del conocimiento en el desarrollo de los hechos considerados, a fin de disponerlos, o disponerse en relación a ellos de la manera más favorable a la observación y el examen. Marx, así como el físico experimentador, orientado por sus conocimientos anteriores, actúa sobre los hechos – Marx, como político y hombre de acción que es–, buscando disponerlos en perspectiva conveniente y actuar sobre ellos, reajustando con eso sus observaciones, ampliando el conocimiento de los hechos y perfeccionando su acción de político. Se comporta, con eso, como experimentador, uniendo la teoría a la práctica y la práctica a la teoría, e iluminando a ambas y recíprocamente, cada una con la otra. Y conduce al terreno de los hechos sociales, algunos procedimientos metodológicos que se asimilan a aquellos empleados en la elaboración moderna de las ciencias físicas que ya habían dado, y continuaban dando comprobación de su alcance. Logra asentar las bases para la elaboración científica del conocimiento del hombre.
Al mismo tiempo, se abren así las perspectivas para proponer el problema filosófico, comenzando por la parte preliminar, que es la determinación precisa del objeto de la filosofía. Una vez que el hombre se ha situado en su historia, en la evolución de su existencia –donde es simultáneamente actor, agente y paciente– se vuelve posible situarlo en el conjunto del universo. También ahí es autor y actor, determinado por ese universo y totalidad en el que participa; pero también determinante. Esto es, actua en él, lo modifica y transforma según sus necesidades y aspiraciones de él mismo, hombre. Es parte integrante de la naturaleza y comparte sus rasgos, y él mismo con su especificidad racional, constituye uno de esos rasgos, y se encuentra determinado por el conjunto del que es parte, el hombre no es la ocurrencia pasiva que se somete dócilmente y se adapta a las contingencias donde vive y que lo afectan y determinan, como ocurre con muchos rasgos y circunstancias que con él componen la naturaleza. O antes, él deja progresivamente, en el desarrollo de su evolución, de ser aquella ocurrencia pasiva. Y deja de serlo en la medida en que gracias a sus peculiaridades anatomofisiológicas, y consecuentemente psíquicas, a saber, el gran desarrollo adquirido por su sistema nervioso superior, él, hombre, razona, esto es, logra transformar las experiencias que adquiere en el curso de sus actividades y práctica en el contacto con el medio natural en el que vive, y también y especialmente el humano de las relaciones sociales; logra transformar esa experiencia en conocimiento consciente que acumula y agrega para sí mismo y sus semejantes, y se transmite de generación en generación. Y ese conocimiento deliberadamente se transforma y sistematiza en normas de acción y conducción de aquella práctica.
En eso consiste precisamente la especificidad y singularidad del hombre: su potencialidad racional que, de la indistinción y confusión originarias en el seno del universo, lo hace emerger y destacarse progresivamente como el ser racional que se vuelve; no solamente conocedor, sino sobre todo, plenamente consciente de su conocimiento, que le permite utilizarlo intencionalmente, y no solo como un simple reflejo nervioso; y eso en un nivel y extensión cada vez más elevados y amplios. Y en la misma medida y progresión, imprime su marca en la naturaleza, inclusive en la humana –su última conquista, en plena eclosión, en los días de hoy, en moldes científicos modernos–, la transforma y se transforma en su señor y en el señor de su destino propio. “Señor y poseedor del universo”, en la predicción de Descartes.
En este devenir racional consiste la dialéctica del hombre y de su “historia”. Y es al considerar esa dialéctica cuando se aclara el problema filosófico. En ella se configura el verdadero hombre, o su ser real e integral que no es el hombre situado con una razón “absoluta”, en la parte del universo que, como de afuera y altanero, contempla, interpreta y así domina, en la expresión del racionalismo clásico. No es tampoco el hombre confundido en el conjunto de la naturaleza y con ella nivelado; dominado por contingencias a las que pasivamente se somete, sin tener conciencia de eso, arrastrado por el rígido determinismo general e igual para todas las cosas. Se trata del Hombre simultáneamente en esas dos situaciones, o que pasa permanentemente de una a otra, se vuelve una y otra en el eterno devenir. Es, al mismo tiempo, parte y parcela del todo universal, pero también se discrimina en él progresivamente y se destaca. Por el pensamiento y el conocimiento se transforma en el ser racional que consciente e intencionalmente modifica y transforma con su acción, y según sus fines, el medio físico y humano de las relaciones sociales en las que participa; y consecuentemente se transforma también él mismo gracias a las transformaciones que determina, y que pasan a determinarlo.
Ese es el tema central de la filosofía, a saber, el desarrollo de la dialéctica del ser humano que a partir de su indiferenciación en el seno de la naturaleza, en la que se empareja con los demás rasgos y ocurrencias con las que en ella cohabita, como simple parcela envuelta en el conjunto universal y a pie de igualdad, termina siendo arrastrado pasivamente en la misma determinación general que es el todo y trasciende sus partes; a partir de ahí el ser humano va progresivamente y de forma cada vez más acentuada y generalizada, transformándose él mismo, en sí y por sí, en el poderoso factor determinante, y aún consciente de su determinación del todo universal del que participa. Un factor determinante, en particular, en aquel sector que más próximamente lo abarca y lo involucra, y que viene a ser el de la convivencia humana y de las relaciones sociales. Un sector en el que apenas ensaya, en nuestros días, sus primeros aun tímidos, vacilantes e inciertos pasos.
Es esa la dialéctica que cabe esencialmente a la filosofía considerar y comprender, pues de esa comprensión resultará el coronamiento de la tarea del verdadero conocimiento integral del ser humano en sus posibilidades y limitaciones. Y así se obtendrá lo que al final más importa en la proyección futura del proceso dialéctico en el que el hombre se encuentra comprometido.
Esa materia no es ni puede ser objeto del conocimiento ordinario, de la ciencia propiamente, ya que su objetivo específico es la simple representación mental de la realidad, o cómo esa realidad, con sus rasgos y hechos, se representará en el pensamiento y el individuo pensante podrá conocerla. Esto inclusive en lo que respecta al terreno del conocimiento del hombre.
Es ese el objetivo del conocimiento ordinario, del conocimiento en su primer nivel, y no la participación de aquella propia representación mental, o del conocimiento elaborado en su conjunto y generalidad, en la conformación del hombre y la determinación de su dialéctica en las circunstancias antes consideradas. Esto es, la interacción y la relación dialéctica del conocimiento y del comportamiento del hombre situado en el todo universal del que participa.
Esa es la materia que va más allá de aquella que cabe a la ciencia propiamente dicha. Pertenece necesariamente a otro orden del conocimiento que, debido a su nomenclatura consagrada, no es sino aquello que se entiende por “filosofía”, sobre cuya designación se reúne de ordinario, aunque de manera en general informe y dispersa, particularizada y confusa, buena parte de las cuestiones que precisamente, directa o indirectamente, dicen respecto a la materia que estamos considerando.
Pero ese último punto es de segunda importancia. Una cuestión más de nomenclatura. Lo que importa es la delimitación con un mínimo de precisión, y la sistematización, en aquello que se puede aprovechar, de este variado material que se ha entendido como “filosofía”, y que de hecho corresponde en sus trazos generales, aunque en la mayor parte de las veces apenas vagamente, a la fundamental dialéctica humana. Esta sistematización se hará, así pienso, sobre la base y alrededor de la consideración metódica del proceso en el que se centra la actividad racional del hombre, y que viene a ser el hecho del conocimiento como circunstancia específica de la dialéctica humana. Es en el conocimiento y por él que se genera la potencialidad humana como motor de la dialéctica del hombre. El objeto de la filosofía sería así el hecho del conocimiento considerado en toda su amplitud, a partir del proceso de elaboración cognitiva, que es propiamente el pensamiento; y la comunicación de esa actividad pensante. En especial por su expresión verbal, el lenguaje discursivo que torna el pensamiento plenamente consciente y lo hace ampliamente comunicable y registrable, y luego socializa el proceso de elaboración cognitiva y concede permanencia al conocimiento elaborado. Y tenemos ahí lo que ordinariamente se entiende por Teoría del Conocimiento.
De ahí, la consideración y el examen del hecho del conocimiento se extendería a su función, a su objetivo y al papel que desempeña en la existencia humana, y que viene a ser su utilización, es decir, la determinación y orientación de la acción. Determinación y orientación que se realizan por la mediación del conocimiento reducido a directivas de la acción, y normas del comportamiento: hábitos, costumbres, normas de civilidad, principios éticos, instituciones jurídicas, técnicas. El conjunto de directivas que regulan la acción y las conducta humanas. La acción y el comportamiento que relacionan al hombre con el medio en el que vive, y con eso lo sitúan en el universo en el que participa.
Ese examen del conocimiento, del hecho cognitivo en su generalidad, se reduce, como se ve, a la consideración sistemática de los hechos esenciales o momentos con los que se compone y desdobla la dialéctica humana: de la práctica al conocimiento, y de ese conocimiento de nuevo a la práctica. Lo que representaría, esquemáticamente, la línea de desarrollo teórico de lo que sería la filosofía.
Fin
1 Philipp Franck. Modern Science and its Philosophy. Harvard University Press, Cambridge, 1950, p. 214.
2 Esta restricción del pensamiento “elaborador” es necesaria, pues el pensamiento en sí, como abstracción hecha del acto de elaborar el conocimiento, participa en todo lo que ocurre en el universo, como las demás. Y será objeto legítimo de la ciencia, y de la psicología en particular.
3 Recordamos aquí nuevamente la observación hecha en la nota anterior, que el pensamiento en sí puede ser y es, de hecho, objeto de la ciencia, y de la psicología en particular. Pero en ese caso, no se considera como abstracto y fuera del acto pensante efectivo, sino desde la perspectiva de una acción, la ocurrencia del universo, tal como el resto de la objetividad de la que se ocupa la actividad cognitiva.
4 Engels. M. E. Dühring bouleverse la science (anti-Dühring), trad. francesa. Paris, 1931, 1, 139.
5 En la acepción aquí adoptada, se reserva la designación de “concepto” o “conceptualización” a la representación mental de los acontecimientos o circunstancias en general del universo. Aquello en suma que ordinariamente se entiende por “idea”. El lenguaje discursivo –tal como otros verbales, gráficos, y demás, como en particular el principal de ellos (después de la discursiva), y que es el simbolismo matemático– el lenguaje discursivo constituye una expresión formal, esto es, directa e inmediatamente accesible a los sentidos de la conceptualización.
6 Dialética do Conhecimento, 1969 (5a ed.) I, 177.
7 Heidegger llega a considerar el “problema” del SER el centro de la filosofía, y entiende que si la palabra SER no existiera, no existiría el Hombre como tal.
8 The Dialogues of Plato, translated into english by B. Jowett, M. A. Introdução, X, — Weber afirma: “(Para Platón) el mundo sensible todo entero no es sino un símbolo, una figura, una alegoría. Es la cosa significada, la idea expresada por las cosas lo que solamente interesa al filósofo”. Alfred Weber. Histoire de la Philosophie europeènne. Paris, 1925, p. 62.
9 Estamos naturalmente esquematizando, para fines de simple exposición sumaria, el pensamiento de Platón, que en realidad es más complejo. Véase al respecto, en particular, la parte final del Libro IV de La República.
10 Alfred Weber, ob. Cit., 77.- Como bien demostró Zeller, las categorías aristotélicas tienen un carácter metafísico y ontológico, así como lógico, son formas del atributo, predicados y del ser, y no como afirmaba Kant, formas subjetivas del pensamiento, cit. p. J. Tricot, La Métaphysique, I, 270, n. 2.
11 Aristóteles. La Metaphysique, trad. cit., M, 5, II.
12 Id., A, 2. I, 15.
13 Metafísica, IX, 7.
14 E. Zeller. Outlines of the History of Greek Philosophy, trad. ingl. de L. R. Palmer. London, 173.
15 Hay un beneficio que tal vez haya sobrado de esa desenfrenada especulación a la que llevó la metafísica. Existen muchas generaciones sucesivas que se habrán ejercitado en la conducción disciplinada de las operaciones racionales a las que llevó aquella especulación, que posiblemente habría contribuido, a pesar de su esterilidad en materia de elaboración del conocimiento, como gimnasia mental, adiestradora del pensamiento y educadora de ella en los hábitos de rigor y precisión en los que la cultura occidental tan marcadamente se destaca. Lo que habría posiblemente preparado el terreno para el surto de la ciencia moderna en el que el pionerismo de esa cultura se manifiesta.
16 Es necesario prestar atención a esa restricción “pensamiento elaborador”, pues el propio pensamiento, o mejor, la actividad pensante, puede constituir, y eventualmente se constituye, de hecho, como objeto del conocimiento y como rasgo de la realidad que también es. Así sucede con la Psicología, que en cierta perspectiva se ocupa del “pensamiento” como objeto. De lo que se trata en el texto es del pensamiento como integrante del sujeto del conocimiento en oposición al objeto del mismo conocimiento.
17 Discurso del Método. Sexta parte.
18 En la filosofía moderna, a partir de Descartes, “hay una inversión de la pregunta clásica: ¿Qué son las cosas?, para convertirla en la pregunta: ¿Qué es el conocimiento de las cosas, y cómo se puede alcanzarlo? (José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofia. Buenos Aires, 1958, p.647). Solo que el autor, como en general los historiadores de la filosofía, no se da mucho al trabajo de investigar a fondo e interpretar esta “inversión” en el conjunto del proceso evolutivo del pensamiento filosófico, relacionando lo anterior con lo posterior de la “inversión”. Con algunas excepciones, bien entendido, pero raras, la historia de la filosofía se presenta en general como el desfile, en un mismo plano, de las opiniones de los sucesivos filósofos y sus escuelas.
19 Nótese bien que nos referimos al llamado materialismo “vulgar”, que más tarde Marx y Engels reformulan en el materialismo dialéctico.
20 Como vimos por nuestro esquema, los conceptos o ideas se presentarían a los materialistas como que presentes en las “cosas”, etc. del universo, una vez que no hay, en el caso, sino percibirlas por los sentidos y registrarlas bajo la forma de “ideas”. Lo que se asemeja más a un simple “descubrimiento” y no elaboración como efectivamente se da con los conceptos, y será obra de la dialéctica marxista.
21 Intenté desarrollar esta cuestión en Notas Introdutórias à Lógica Dialética.
22 Karl Marx. “La Sainte Famille”. Oeuvres Philosophiques, trad. J. Molitor, Paris, 1927. II, 151.
23 F. Engels. “La ‘Contribution à la critique do l’economie politique’ de Karl Marx”, in Études Philosophiques. Paris. Éditions Sociales (1951), p. 84.